Edipo, rey y tirano

POR CARLOS GARCÍA GUAL

En el título de la tragedia Oidípous tyrannos puede sorprender que Edipo sea calificado de “tirano” y no de “rey”: basileús. Creo que la distinción es interesante, si bien resulta correcto traducir ahora el título como Edipo rey, puesto que la palabra “tirano” tiene en nuestra lengua un sentido peyorativo que aún no tenía en la época de Sófocles. Pero, admitiendo que la traducción de tyrannos por “tirano” sería un tanto desacertada, ya que esa palabra cobró luego, desde la crítica democrática y atendiendo al perfil de los tiranos más despóticos, una connotación aún más negativa, cierto valor ambiguo de la palabra ya existía en la Atenas de mediados del siglo V. (Digamos de paso que es probable que el título original de la tragedia fuera solo el de Edipo, tal como lo cita en sus menciones Aristóteles, y tyrannos un añadido postaristotélico, para distinguir la obra de otros Edipos). Pero el texto de Sófocles utiliza frecuentemente el término al referirse a Edipo; y tanto tyrannos como tyrannís (“tiranía”) son palabras importantes en la obra, unas veces en boca de los personajes y otras en boca del coro (hay 14 menciones de los términos tyrannos y tyrannís). Esto debió de sugerir el título de Oidípous tyrannos.

Lo que diferencia al “tirano” del “rey” o del “arconte” es que el tyrannos es una persona que se ha hecho con el máximo poder al margen de la sucesión habitual en el trono y, por sí mismo, gobierna la ciudad con un poder excepcional y casi absoluto, más allá de las normas tradicionales. Es, casi siempre, un extranjero, un xenos, como lo es Edipo, vencedor de la Esfinge, al menos en apariencia. (Hasta que se revele, al final, paradójicamente, como hijo de Layo, es decir, del rey anterior, basileús de la estirpe de los Labdácidas).

La palabra tyrannís, un término que aparece en griego por primera vez en el poeta Arquíloco (siglo VII a. C.) referida al poder del rey de Lidia Giges, en la Atenas democrática del siglo V, mucho después del tirano Pisístrato y sus hijos, había cobrado un tono marcadamente despectivo, aunque no alcanzara aún la fuerte denotación negativa posterior. En la tragedia de Esquilo Prometeo encadenado Zeus es llamado “tirano” y su gobierno cósmico “tiranía” por el rebelde Prometeo (que, a su vez, es calificado por el dios Hermes de “sofista”). Por otra parte, incluso una democracia como la de Atenas, en su vertiente de potencia imperialista, podía ser vista como una tyrannis, como señala el mismo Pericles (en Tucídides, II, 37). Cuando el propio Edipo se califica a sí mismo de tyrannos y a su gobierno como tyrannís (Edipo rey, verso 380), no es de por sí un reproche, evidentemente. Pero sí parece haberlo en la frase del coro, ya muy avanzada la trama, hybris phyteúei tyrannon, “la violencia engendra al tirano” (verso 873), que relaciona directamente el poder tiránico y la hybris, término que implica “desmesura, violencia, trasgresión de la justicia” y que es el pecado o error por excelencia del héroe trágico. (Es cierto, por otro lado, que se trata de un pasaje de muy difícil interpretación en su contexto. ¿A quién se refiere el coro con la advertencia de esa amenazadora hybris?).

Tiene Edipo algunos de los rasgos del tirano antiguo: se considera salvador de su pueblo y sabio, orgulloso de su prestigio, aclamado por todos como el “ilustre Edipo” (kleinós Oidípous; de nuevo, al final, cuando ya ha caído en su desgracia, el coro lo llama kleinós, en el verso 1207). Uno de los rasgos del tirano es su desconfianza hacia cuantos lo rodean, pues teme complots contra su persona para arrebatarle el poder. De ahí su tendencia a mostrarse receloso e intransigente. Y así se perfila Edipo, frente a Tiresias y Creonte. Se enfurece y lanza duras amenazas, aunque luego no las cumpla del todo. (Creonte se refiere a él, ya en su segundo encuentro, como tyrannos, verso 514). Porque es un gobernante preocupado por salvar, de nuevo, a su ciudad, y dispuesto a soportar cuantos males la aflijan, con tal de salvarla. Por eso Edipo no es, en un comienzo, uno de esos “héroes solitarios” de otras obras de Sófocles (como son Ayante, Antígona y Filoctetes). El pueblo de Tebas, angustiado por la mortífera peste, acude a él como a su legítima esperanza. (Igual ocurre en la escena inicial de Los siete contra Tebas, cuando el coro de mujeres despavoridas acude a Eteocles para que las defienda en el asedio de los feroces guerreros enemigos). Y Edipo se muestra benevolente y seguro, y, como el padre de todos, asume con la mejor voluntad su papel de semidiós protector de la ciudad. En un principio el coro de ancianos y sacerdotes está totalmente a su lado, y lo respalda fiel, confiado a fondo en la sabiduría y la valentía de Edipo, su rey heroico y magnánimo.

Pero a medida que avance la trama y se vaya descubriendo la verdadera historia del “tirano”, el coro pasará de la veneración inicial a una compasión y un temor crecientes, hasta admitir que su rey es el criminal buscado y lamentar que haya sido abandonado por los dioses. Aunque, aun así, el coro reconoce, en su tan azaroso y versátil destino, en esa sorprendente y ejemplar peripecia trágica, la conmovedora nobleza del hombre.

Ese unánime aprecio del coro es algo que no tienen otros héroes trágicos. En Antígona, por ejemplo, el coro expresa sus críticas claras frente a la postura intransigente y “autónoma” de la joven, por más que admire y reconozca su audacia heroica. Pero aquí Edipo no enfrenta a las leyes de la ciudad, sino que se sacrifica para dejarla a salvo. Más que en ninguna otra tragedia de Sófocles, el protagonista trágico actúa en defensa de la ciudad, y por ella está dispuesto a llegar hasta el fondo de su búsqueda y a sufrir sus consecuencias. Cierto es que, al final de la tragedia, cuando ya se ha convertido en el criminal buscado, condenado por sí mismo al destierro, Edipo piensa más en sus hijas que en la ciudad, y Sófocles no dice expresamente que con él se vaya la peste (aunque podemos imaginarlo). En la inversión de su fortuna, que aquí resulta tan ejemplar como absoluta, Edipo, pasando de ser un rey a un maldito, absurdo chivo expiatorio, cazador cazado, juez y criminal, investigador y delincuente, se empeña en su intenso afán de verdad. De ahí su grandeza, de ahí que, en su catástrofe, quede patente su magnánimo heroísmo.

Fragmento de Enigmático Edipo. Mito y tragedia (FCE, 2012).

Estados de Facebook

Señor, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que sí puedo y un manual de estilo para conocer la diferencia.
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Hoy no hay futuro, mañana sí.

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La primera regla del Club de Wittgenstein es: Nadie habla de lo que no se puede hablar.

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Escribir cien veces: Calvert Casey es el escritor, Casey Calvert es la actriz porno.

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La opinión y los argumentos se venden por separado.

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En su encíclica Lorem Ipsum, el papa habla por fin sobre la crisis editorial.

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Según yo, las cuatro líneas más célebres de la narrativa latinoamericana del siglo XX son: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió…”, “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…”, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” y “Mi estimado presidente: Aquí están las instrucciones para que continúes tu rutina de horror con Betty”.

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Tres veces te engañé:
la primera como tragedia,
la segunda como farsa,
la tercera por placer.

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Si en los Evangelios sustituyes «parábola» por «aventura» obtienes un libro de Sherlock Holmes: «La aventura de la casa sobre la roca», «La aventura del hombre fuerte con las manos atadas», «La aventura de los viñadores homicidas», «La aventura del siervo vigilante», «La aventura de los dos deudores», «La aventura del amigo inoportuno», «La aventura del mayordomo astuto»…

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Dos trucos que dan prestigio:
a) Saber dónde poner la S en Nietzsche.
b) No saber dónde poner la H en Coelho.

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¿Usted es de los que ve el significante medio vacío o medio lleno?

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That = Ahí
is = está
the = el
question = detalle

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“Las siglas ALV al final del documento significan que ya no habrá más cambios”.
☛Yo definiendo criterios de edición durante el cierre.

En medio del mundanal ruido

Durante la edición número 23 de Cartographies of Silence –un coloquio celebrado en la Universidad de Michigan con el propósito de “investigar los significados del silencio como categoría crítica”–, varios de los participantes recibieron en sus celulares la alerta “Active shooter”, diseñada en los campus de Estados Unidos para informar sobre la posible presencia de un tirador. Según cuenta la escritora Elisa Corona Aguilar, a quien el aviso tomó por sorpresa como a tantos otros asistentes, las reacciones oscilaron entre el pavor y la incredulidad y tuvieron como consecuencia que aquellos investigadores originalmente reunidos para discutir “cómo el estudio del silencio puede ayudar a transformar el conocimiento” acabaran apretujados en una cocina, en medio de una espeluznante incertidumbre.

Por fortuna, el incidente resultó ser una falsa alarma, pero los supuestos disparos que lo habían desencadenado no podían separarse, según explica la autora, de la idea y funciones otorgadas al silencio por nuestra sociedad. Al reconstruir los hechos, Elisa Corona advirtió que, en uno de los edificios de la universidad, un grupo estaba orando por el reciente atentado en una mezquita de Nueva Zelanda, mientras en otro lugar cercano unos estudiantes descolgaban globos después de una celebración. Algún alumno irresponsable, por decir lo menos, debió haber reventado varios globos en son de broma, provocando los gritos de otro de sus compañeros. Un transeúnte que pasaba interpretó los sonidos como detonaciones, corrió a ponerse a salvo y realizó el reporte telefónico correspondiente. La confusión y el pánico que le siguió fueron verosímiles no solo por el historial de tiroteos en las escuelas estadounidenses, sino también porque el silencio imperante en la zona estaba cargado de significado. No era la misma “falta de ruido” que se experimenta en una iglesia o en un recital de piano segundos antes de la primera nota, sino un “silencio luctuoso”, que volvía más susceptibles a los escuchas respecto a la violencia por armas de fuego. Sin ese silencio construido de “fantasías y miedos comunes”, dice la autora, de “sucesos inmediatos que lo resignificaban”, el caso del tirador que solo existió en la imaginación colectiva no habría tenido lugar.

Notas sobre silencios, de Elisa Corona Aguilar, entreteje sucesos de ese tipo y penetrantes lecturas de John Cage, Jane Brox y Max Picard para analizar el paradójico papel del silencio en una época que lo considera “una necesidad básica” y a la vez un asunto “profundamente individualista, trivial, snob, chic, millenial”. Asociado con la búsqueda interior y en las antípodas del desesperante caos urbano, el interés por el silencio supone una inquietud cada vez mayor por escapar de las frivolidades y rutinas del mundo moderno. En un ensayo sobre el mismo tema, el maestro budista Larry Rosenberg asegura que en la actualidad “tenemos poca experiencia con el silencio”, una apreciación que –en la línea general del volumen del que forma parte: Viajes al país del silencio, que reúne a una docena de escritores– considera el aislamiento la práctica silenciosa por antonomasia, llámese montañismo, meditación, desconexión tecnológica o pasar una temporada en un rincón remoto de la costa oaxaqueña. (Habría que admitir que, en el salón de la fama de la cultura, la idea tiene sus partidarios si tomamos en cuenta el amor que Thoreau sentía por los entornos naturales que potenciaban su capacidad de escuchar o las pretensiones de Kafka por encontrar una habitación hermética donde sentarse a escribir.) En contraparte, Elisa Corona pone en tela de juicio que para vivir el silencio haya que expiar primero los pecados de la modernidad y va en busca de las manifestaciones silentes en la música avant garde, las ciudades bajo restricciones sanitarias, la protesta política, la vida en el campus y los exámenes médicos. No lejos, sino precisamente en medio del mundanal ruido.

A pesar de que en algunos ensayos describe, con contagioso entusiasmo, los retiros casi monásticos organizados por el guitarrista Robert Fripp, la autora evita la exotización del silencio al hacer a un lado el aura new age que con frecuencia rodea a los proverbios sobre quedarse callado o los encendidos elogios a sociedades no occidentales que, según se rumora, experimentan el silencio de una manera más auténtica que el resto del mundo. Por el contrario, Elisa Corona distingue –en su calidad de música, doctorante en musicología y residente de urbes ensordecedoras como Nueva York y la Ciudad de México– prácticas concretas, distintas entre sí y no pocas veces contradictorias, con que las personas nos aproximamos, anhelamos y hasta comerciamos con el silencio.

Acaso la pieza central para ilustrar este punto de vista sea “Puños arriba”, que examina las labores de salvamento en las zonas afectadas por el sismo del 19 de septiembre de 2017 en la capital del país. A caballo entre el reportaje y el artículo académico, este ensayo se detiene en el gesto con el que los rescatistas pedían disipar el ruido en su afán de encontrar sobrevivientes en los edificios caídos. ¿De qué modo coordinar a una masa de voluntarios, cuando el trabajo de retirar escombros los volvía parte del problema? Elisa Corona va analizando los distintos métodos para invocar el silencio (el dedo sobre los labios, la mano extendida cortando la garganta) a fin de subrayar la efectividad y el poder de un movimiento, como el de levantar los brazos y cerrar el puño, que obligaba “a detener toda actividad y a permitir que las señales sonoras más precarias se alzaran en un campo de silencio: una persona gritando desde el subsuelo, un teléfono celular sonando que podría estar conectado a alguien, incapaz de hablar, un animal tratando de salir”.  La emergencia el sismo había redefinido un ademán que en otra circunstancia podría significar una cosa distinta, pero también había proporcionado una experiencia específica acerca de qué debíamos entender por “silencio”: el nivel mínimo para detectar indicios de vida entre los restos de un derrumbe.

Esa clase de escritura en la que conviven las conversaciones informales, las entrevistas periodísticas, las referencias académicas y los apuntes autobiográficos le permite a Elisa Corona desmontar, en otros textos, al mito de la “primavera silenciosa” con que hemos identificado el activismo ecológico de Rachel Carson o los equívocos alrededor de “Two minutes silence” –la “canción” de Yoko Ono y John Lennon que ofrece exactamente lo que dice el título: un silencio de dos minutos–, a la que siempre acompañan comentarios del tipo “Una vez toqué este cover en un bar” o “¿Alguien que me pase la tablatura para guitarra?”. El libro que, siguiendo los cánones, comienza con las conferencias de John Cage y una disertación sobre las “pausas” en la música poco a poco va desplazándose hacia la sala de conciertos y, más adelante, a los problemas sociales ajenos al arte como el uso perverso de las grabaciones policiacas, cuyos fragmentos “inaudibles” –que en un contexto judicial quiere decir “libres de ser interpretados a conveniencia”– han servido para exculpar a agentes de la ley acusados de asesinato.

Es en esta aceptación de los límites de la tecnología, el lenguaje académico o las disciplinas artísticas para expresar, ya no digamos contener, el silencio, donde Elisa Corona Aguilar muestra sus mejores armas para abordar un fenómeno que, como ella misma reconoce, inunda las librerías de los aeropuertos, los congresos universitarios y las ofertas de bienestar espiritual. Debido a este sano escepticismo, Notas sobre silencios se deja leer a la manera de un rompecabezas deliberadamente desordenado en el que una página en negro sigue a un poema, una reseña sobre tapones de oídos precede a una fotografía y numerosos aforismos se nos cruzan por obra y gracia del azar. La naturaleza inestable del silencio –parece decirnos la autora– necesita de una forma literaria a la altura de su resistencia a ser uno y el mismo. De una disposición al juego que finalmente le haga justicia.

Publicado originalmente en Letras Libres.

Wodehouse, señor

Por JOSÉ ISRAEL CARRANZA

El color de las cubiertas que la editorial Anagrama ha destinado a los libros de Wodehouse es verde. Verde chillante. Las ilustraciones consisten en dibujos, firmados por Roger, que representan a curiosos personajes en más curiosas actitudes: un hombre de gabardina amarilla ante dos gallinas angustiadas, un mayordomo examinando con recelo las cuentas de un collar o un joven vestido de boy scout delante de un auto convertible, un bobby inglés y una casa en llamas. En las contraportadas figuran la consabida sinopsis, una breve noticia del autor y dos o tres elogios hiperbólicos. Pero lo más llamativo es el color: un verde… ¿cómo decirlo? Un verde feliz de ser tan verde.

¿Feliz? Será porque una vez que se ha identificado ese color con las iniciales y el apellido de Sir Pelham Greenville W. (también conocido como Plum o Plummie, pero más bien como P. G. Wodehouse), hay ciertamente un reverdecer de la felicidad al hallar cada nuevo título de este humorista inglés. Autor de más de noventa novelas y libros de cuentos, de varios puñados de obras de teatro, guiones cinematográficos y radiofónicos, canciones y comedias musicales —buena parte de lo cual está en vías de publicarse en castellano gracias al empecinamiento personal del editor Jorge Herralde, de Anagrama, wodehousiano como pocos—, el escritor nacido en Surrey en 1881 pasó por el siglo XX como una auténtica máquina ambulante de escribir: desde sus inicios como periodista (y más tarde cajero de banco) hasta su triunfo absoluto como autor de Broadway y de Hollywood, no parece que nunca se haya permitido una pausa de más de algunos días en su prolífica disciplina; y sin embargo, una de las maravillas de sus creaciones es el efecto supremo de espontaneidad que invariablemente promueven: una lectura deleitable que, como en el trabajo de los mejores sastres, jamás va a revelar la ardua puntillosidad de sus costuras y sus dobleces.

En la introducción a ¡Pues vaya!, la antología publicada al cumplirse veinticinco años del deceso de Wodehouse, el escritor y actor Stephen Fry destacaba los que a su juicio son sus tres grandes logros: Trama, Personajes y Expresión. Dejando a un lado el problema que suponga leerlo en traducciones o en el inglés original, lo cierto es que no hay razones para sospechar que Wodehouse deje de funcionar si es trasvasado a otro idioma: este pasaje, de la novela Júbilo matinal, seguramente ayuda a demostrarlo (claro, habría que conocerlo en inglés, y meterse luego a hacer las comparaciones pertinentes —que, por más aburridas que sean, tampoco es probable que disminuyan su fulgor):

Le miré.
—¡Por mis entrañas, Stilton! —exclamé con un asombro irrefrenable—. ¿Qué disfraz es ése?
También él tenía una pregunta que hacer.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, sangriento Wooster?
Levanté una mano. No era momento de evasivas.
—¿Por qué vas disfrazado de policía?
—Soy policía.
—¿Policía?
—Sí.
—Cuando dices “policía” —pregunté intrigado—, ¿quieres decir “policía”?
—Sí.
—¿Eres policía?
—¡Sí, caray! ¿Estás sordo? Soy policía.
Entonces lo comprendí. Era policía.

Wooster, es momento de decirlo, es Bertram Wilberforce Wooster, Bertie para sus numerosas tías y sus no pocos amigos (la mayoría de los cuales forma parte del reputado Club de los Zánganos), un joven rico que tira para solterón y que, en su vida de frivolidades y empresas desastrosas (sobre todo las que conciernen a la elección de sus calcetines o al arreglo de las vidas amorosas de sus allegados), tiene el mérito principal de ser nada menos que el empleador del inefable Jeeves, una de las más logradas creaturas de la literatura cómica de todos los tiempos. Jeeves, el mayordomo, es un prodigio de clarividencia, de penetración y de ingenio; a él se debe que el mundo idílico que habita una caterva de lores despilfarradores, actrices tan bellas como estúpidas, primas astutas y profesores tontos y enamorados siga siendo eso, un mundo idílico en el que lo más grave que puede ocurrir es que a Bingo Little, Tuppy Glossop o Boko Fittleworth se les agrie la cena porque alguna muchacha indecisa les rompió el corazón. Jeeves, en su inalterable circunspección (producto, diría Bertie Wooster, de su fiel observancia del “espíritu feudal”), está siempre a la mano para arreglar las cosas y conducirlas a un final sonriente e inesperado —siempre inesperado—, a despecho de las torpezas y los planes disparatados de su patrón (de quien Jeeves tiene el siguiente concepto: “Mentalmente, un cero a la izquierda”). Y si bien de cuando en cuando le da por responder con citas de Shakespeare, la verdad es que Jeeves no lleva su papel más allá de afirmar con toda cortesía: “Sí, señor”, o a lo sumo: “Creo haber hallado una sencilla solución para su dificultad, señor.” (El prestigio oracular de este mayordomo sin par lo mantiene respondiendo toda suerte de preguntas en el sitio de internet Ask Jeeves.)

Los personajes de Wodehouse se encuentran a salvo de toda odiosa interferencia de la realidad: cuando llega a faltarles el dinero les sobra el ingenio, cuando se ven a unos centímetros del peligro llegan antes a la carcajada, al beso o al abrazo desinteresado de la camaradería. Podrán ser sinvergüenzas, avaros, buscapleitos o tremendamente vanidosos, pero nunca hay en ellos un ápice de verdadera maldad. Y en este mundo idílico (por el que transcurren alocadamente Bertie Wooster y Jeeves, pero también otra larga lista de seres inolvidables como Lord Emsworth y su adoración, la Emperatriz de Blandings —una cerda colosal—, o Stanley Featherstonehaugh Ukridge, o Mike Jackson y Rupert Psmith) no hay lugar para las aflicciones, el dolor, la guerra o la muerte: cada libro es una parcela de un apacible locus amœnus donde la inocencia total es posible, como posible es regresar una y otra vez a ella en la risueña certeza de que siempre deparará una desopilante sucesión de historias absurdas en las que todo puede pasar. Y eso no obstante que por lo general haya ventanas por las que saltar en un apuro, chiquillos antipáticos urdiendo travesuras, controversias alrededor de una camisa demasiado llamativa o joyas extraviadas sin explicación. Ese triunfo que Wodehouse consigue en la trama lo autoriza a presentarnos repentinamente alguna escena por la que ya creemos haber pasado, para demostrarnos enseguida que todo ocurrirá de manera completamente imprevista también esta vez.

¿Por qué Wodehouse no habrá podido ser un autor de éxito en el ámbito hispanoamericano? La pregunta es, evidentemente, ociosa, pero quizás valga arriesgar la siguiente explicación: que el castellano haya dado al adjetivo “simple” una utilidad frecuentemente peyorativa; que nuestra realidad busque todo el tiempo superarse en su abstruso barroquismo —y que, por tanto, la sencillez suela asociarse con una carencia de propósito—, y que en nuestra inveterada suspicacia tengamos a la inocencia por virtud propia de santos, niños (cada vez más raramente) o débiles mentales, son tal vez las causas de que se tienda a menospreciar a quien no esté ocupándose de las verdades tremendas de la vida y de nuestra circunstancia. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la supuesta “inocencia” de Wodehouse debió exigir una agudeza y una malicia creativa tan afinadas como hace falta para atrapar definitivamente el gusto del gran público y no dejarlo escapar jamás: Stephen Fry recuerda que, en 1931, el autor causó conmoción en Hollywood al revelar ingenuamente el salario exorbitante que percibía para escribir guiones: “Estoy sorprendido. Me pagaban dos mil dólares a la semana… y no acabo de ver para qué me habían contratado. Fueron extremadamente amables conmigo, pero me da la sensación de que los he estafado”, dijo en una entrevista. ¿Ingenuidad? Mejor, como habría dicho Joseph Conrad, “simplemente atendía su negocio”.

En torno a Wodehouse se reúnen constantemente sociedades de lectores por todo el mundo para alegar, durante largas veladas, cuál de sus personajes ha sido el más resuelto o el más injustamente comprendido, a cuál otro pudo haberle ido mejor o en qué pasaje de qué historia se cuenta la anécdota más absurda, el disparate más sublime o la desgracia de amor más risiblemente desdichada de la literatura inglesa. Esta devoción de sus seguidores deja muy atrás la de los críticos, especialistas y colegas (que, por lo demás, tampoco se la regatean: George Orwell escribió una apasionada defensa de Wodehouse cuando se intentó involucrarlo en un escándalo de traición durante la Segunda Guerra Mundial, y para felicitarlo en sus ochenta años apareció un desplegado en el New York Times donde, entre ochenta firmantes, aparecían nombres como los de W. H. Auden, Aldous Huxley, Graham Greene y Evelyn Waugh), y se explica por el simple hecho de que leerlo es un placer incomparable: habrá quien se tome el trabajo de aislar las suaves ironías, las cuidadosas paradojas, los caracteres entrañables y, en suma, la elegancia de sus construcciones. Pero sin duda es mejor repetir (venga a cuento o no) una cita suya cada que haya oportunidad. Por ejemplo ésta, de Ukridge:

—Alf Todd —siguió Ukridge, abandonándose a un torrente de imágenes— tiene tantas posibilidades de ganarle como las que tendría un hombre ciego y manco en una habitación a oscuras de meterle dentro de la oreja izquierda a un gato salvaje medio kilo de mantequilla fundida, ayudándose de una aguja al rojo vivo.

Y mejor todavía seguir leyéndolo: quien lo haga sin duda pronto se descubrirá tratando de dar cuanto antes con el verde chillante de sus volúmenes apenas entre a una librería.

Tomado de Las encías de la azafata (Tumbona, 2010).

Una pequeña historia oral del ‘Unplugged’ de Nirvana

Alex Coletti (productor de MTV Unplugged): Nirvana había accedido a grabar un Unplugged y la primera reunión para explicarles qué es lo que permito y no permito en el programa fue después de un concierto a las afueras de Boston. Cuando terminó la actuación, fuimos al camerino. Me sentaron al lado de Kurt Cobain. Le dije: “Solo quería hablar unos minutos sobre el programa.” Había llevado conmigo un par de ilustraciones para mostrarle el diseño del decorado y se las enseñé. Kurt nos había pedido lirios. Dijo: “Quiero más, muchos más.”
Le pregunté: “¿Qué tipo de atmósfera estás buscando?”
Dijo: “Ya sabes, como un funeral.” Pero tampoco sonó en plan: bummm, redoble de timbales, momento de presagio.

Amy Finnerty (directora de programación musical y relaciones con los artistas en MTV): El día de la grabación del Unplugged estaban todos muy nerviosos. Fui al hotel de Kurt la noche anterior y me dijo que le angustiaba y le incomodaba la idea de que el público tuviera que pasarse sentado todo el concierto. Le pregunté: “¿Qué podríamos hacer para que te sintieras más cómodo?” Me dijo: “Me gustaría mucho conocer antes a los chicos.” De modo que lo llevé hasta el estudio donde íbamos grabar y tuvo un rato para conocer a los muchachos del público, hablar con ellos y abrazarlos antes de la actuación, fue un momento muy tierno.

Alex Coletti: Se había filtrado de antemano el rumor de que iban a traer invitados y creo que, en nuestra ingenuidad y desconocimiento, pensamos: ¡oh, va a traer a Eddie Vedder porque son todos amiguitos del grunge y quedan siempre en el único bar de Seattle, será estupendo! Y ellos: “No. Vamos a traer a los Meat Puppets.” ¡Ah, genial, verás qué índices de audiencia! Pero como la idea detrás del programa no era esa, lo que haces es confiar en el artista.

Aaron Stauffer (cantante de la banda Seaweed): Estaba en Nueva York y conseguí que me pusieran en la lista de invitados para la grabación del Unplugged. Antes del concierto, me crucé con Dave Grohl y le dije: “He venido para verlos tocar.” Y él hizo una mueca y rezongó: “No va a ser bueno.” Los ensayos no habían salido bien. Le dije: “Vi el Unplugged de Bob Dylan la semana pasada, así que espero que estén a la altura.” Y Dave me puso una expresión de horror, como diciendo “eso es imposible”. Pero resultó ser una actuación asombrosa. Me salieron lágrimas.

Amy Finnerty: Todos los presentes éramos completamente conscientes de estar presenciando algo histórico. En serio, había algo en el frescor de la atmósfera del estudio, el decorado era precioso y podías percibir la expectación y la emoción que emanaba no solo del público, sino también del grupo. Cada vez que terminaba un tema, veías como una sensación de alivio en sus rostros.

Alex Coletti: Cerraron con una versión de Leadbelly, “Where Did You Sleep Last Night?”, cuyo final es posiblemente el momento más memorable en toda la historia de los Unplugged. Kurt grita el último “temblaré” desgañitándose con aquella voz aguardentosa, después pone una mueca como de pueblerino para el “durante toda la”; hace una pausa, respira hondo, mira directamente a la cámara y pronuncia el último “noche”.

Aaron Stauffer: Y esto fue lo trágico de aquel concierto: en el preciso instante en el que la última nota dejó de resonar, todos los lamehuevos de la discográfica saltaron sobre Kurt como moscas a la mierda. No alcanzaba a oírlos, pero supe lo que estaban diciendo: “¿Está bien así? ¿No vamos a tocar ninguna más?” Y sentí mucha lástima por él. Acababa de ofrecer una de las mejores interpretaciones que yo había visto en mi vida –y he ido a miles de conciertos de rock– y de repente tenía que vérselas con todas aquellas putas sanguijuelas preocupadas únicamente de si habían grabado suficiente material, así de llenas tenían la boca con la polla de MTV.

Alex Coletti: Al final, les pregunté: “¿Quieren probar alguna otra cosa? No tiene por qué usarse en el programa.” Ni me atreví a sugerir “Smells Like Teen Spirit”. Krist y Dave se pusieron a pensar y Kurt simplemente me miró y dijo: “¿Cómo supero esa última canción?” Recuerdo que cogí el auricular y dije: “Se acabó. Hemos terminado”.

Amy Finnerty: Al final, volvimos al hotel y Kurt me dijo: “No lo he hecho demasiado bien.” Y yo: “Pero ¿qué dices? Ha sido un momento histórico, una actuación verdaderamente increíble. ¿Qué te hace pensar que no lo has hecho demasiado bien?”
Me dijo: “Que todo el mundo estaba callado, nadie aplaudía demasiado, ha sido como estuvieran ahí sentados y ya.” Le dije algo por el estilo de: “Lo que pasa es que se han sentido como si estuvieran viendo a Jesucristo por primera vez. Ha sido muy intenso para el público. Solo intentaban ser respetuosos, por eso estaban en silencio, para que pudieras seguir en lo tuyo.” Entonces una pequeña sonrisa le alumbró la cara y dijo: “Gracias.”

Tomado de Todo el mundo adora nuestra ciudad.
Una historia oral del grunge
, de Mark Yarm (Es Pop, 2015, 2021).

El rocanrol nunca muere (el periodismo es el que se arruga nada más)

En tiempos en que los reguetoneros encabezan protestas políticas o los admiradores del K-pop boicotean concentraciones fascistas, la fanaticada rockera se ha visto reducida a un comité de señores nostálgicos que a veces escriben artículos sobre cómo le perdieron el respeto a Metallica o interrumpen la fiesta para pedir “una de Caifanes”. La caricatura tiene algo de verdad, porque nunca faltan quienes se escudan en una supuesta legitimidad del rock para descalificar otros gustos musicales, pero también tiende a distorsionar el empeño de muchos amantes del género por revisar el pasado, no para despreciar el panorama actual, sino para documentar un movimiento que ha sido más diverso y arriesgado de lo que se piensa.

La cuestión de qué es el rock mexicano, en una definición tan amplia que abarque “La hiedra venenosa”, el festival de Avándaro, la etiqueta de Rock en tu Idioma, la escena oscura y la tan anunciada muerte de sus valores contraculturales y contestatarios, ha representado todo un problema para investigadores, miembros de bandas y, en general, para cualquiera que haya desarrollado una relación de amor-odio con este tipo de música. Hay quienes han cifrado la esencia del rock en atributos como la actitud, la capacidad para convocar a comunidades marginales y su papel a la hora de cuestionar el sistema; sin embargo, la necesidad de otorgar a una canción de ska o a un disco de punk poderes sociales no resuelve el misterio de qué sonidos acoger bajo una misma denominación: ¿pueden ponerse en un solo saco los experimentos prehispánicos de Jorge Reyes, los escarceos jazzeros, progres y funketos de Santa Sabina, la música sin guitarras eléctricas ni instrumentos convencionales de Artefakto?

200 discos chingones del rocanrol mexicano, editado por los periodistas David Cortés y Alejandro González Castillo, no ofrece una respuesta categórica a la cuestión, pero sí claves para acercarnos a los contextos, las propuestas sonoras y las figuras que han dejado huella en el rock nacional desde el primer disco de Los Locos del Ritmo hasta lo más reciente de Lázaro Cristóbal Comala. Los compiladores han sabido sortear con inteligencia el peliagudo asunto de qué elementos musicales definen al género y han abrazado el útil concepto de “campo cultural” para decir que cualquier músico que haya entrado o salido de “la escena del rock” –por llamar de algún modo al circuito de clubes, revistas, radiodifusoras y sitios especializados– puede considerarse parte de la familia. Otra de sus virtudes es que, por su naturaleza fragmentaria, hecha de reseñas puntuales de cada material, 200 discos chingones evita una narrativa única, a contracorriente de famosos documentales como Rompan todo de Netflix o Nunca digas que no de MTV, cuyo mayor error fue trazar una línea recta que hiciera avanzar al rock mexicano del hoyo fonky al éxito mediático, como si todos los esfuerzos artísticos se dirigieran a un mismo objetivo.

Cortés y González Castillo invitaron a casi sesenta críticos, investigadores, periodistas, músicos y melómanos para mapear un territorio impresionantemente rico en estilos, personajes y filosofías que echan abajo el lugar común de que la identidad nacional tendría que verse reflejada en este o aquel sonido. El volumen tiene la ventaja de ser histórico y contemporáneo a la vez, es decir: quiere explicar las circunstancias bajo las cuales ciertos discos aparecieron en el mercado, pero también descubrirlos a un nuevo público. Hay materiales que sorprenden por lo bien que han envejecido, como el amasiato de jazz y soul de Bandido, el postpunk cosmopolita de Size o el rock con acordeón de Sangre Asteka. No menos llamativas son sus apuestas por revisitar placas que han sido atendidas hasta el hartazgo –como el Re de Café Tacvba o El circo de Maldita Vecindad–, a fin de reconstruir el momento en que se escucharon por primera vez, o de incluir álbumes –como ¿Dónde jugarán los niños? de Maná y Más fuerte de lo que pensaba de Aleks Syntek– que deben de haberles producido urticaria a más de un rockero (incluidos los propios colaboradores).

Su estricto orden cronológico no abona al espejismo de que el rock mexicano ha “progresado” hacia una sola dirección, sino que permite observar las distintas propuestas que estaban apareciendo de manera simultánea: en 1987, al tiempo que Atoxxxico ponía en circulación Punks de mierda, Real de Catorce debutaba con un álbum de blues-rock e Interface experimentaba con sintetizadores y cajas de ritmos. Incluso en ejemplos altamente datados, como Luzbel y su metal de alaridos y solos de cincuenta segundos o Pxndx y su propuesta ya inseparable del pleito entre emos y punketos en la Glorieta de Insurgentes, siempre cabe algún detalle –un verso, un giro estilístico– que desentona con lo que esperarías de ellos.

Fatalmente, algunas reseñas se leen mejor que otras. Ciertos autores se limitan a describir un disco tema por tema y otros desarrollan, de manera más afortunada, un ensayo alrededor de él: ¿hay algún elemento que nos ayude a entenderlo?, ¿qué lugar ocupa en la trayectoria de determinado grupo o en ese ecosistema denominado rock mexicano? Encontramos pecados veniales como los de reseñistas que hablan de sus propias agrupaciones o la sospechosa cantidad de obras a las que se considera “de culto”. Sin embargo, en términos generales se nota cierto cuidado para que nadie suelte alabanzas ni críticas a la ligera. La inmensa mayoría de las notas se muestran afiladas, llenas de información y persuasivas. Toman en cuenta no solo a los músicos sino a los ingenieros de sonido, los mánagers y los productores, a la gente que hizo posible que una banda se reuniera, que una idea innovadora llegara al estudio de grabación. En su marcaje personal, alientan el interés por escuchar cada estilo de un modo distinto, en el entendido de que acercarse a Carla Morrison no es lo mismo que prestarles oídos a las Ultrasónicas. Hay elecciones que desconciertan un poco (¿por qué Epic rites de Cenotaph y no Riding our black oceans? ¿Por qué Simplemente de El Tri y no En vivo y a todo calor? ¿Kinky no merecía al menos una mención?), pero, desde el principio, los compiladores advierten que han privilegiado los discos considerados un punto de quiebre, no necesariamente los mejores, y que al fin y al cabo este no es un libro para complacernos a todos.

Ha sido muy revelador leer 200 discos chingones al alimón con otro volumen, fruto del encuentro entre periodistas musicales de distintas generaciones. Editado, de nueva cuenta, por la dupla Cortés & González Castillo, El rock también se escribe relata la aventura de revistas como ConecteBanda RockeraSwitchSonido y La Mosca en la Pared, entre otras, que fueron decisivas para impulsar el género en un país que por un largo periodo vivió “sin conciertos masivos, sin radiodifusoras en las que se programara rock, con escasas ediciones nacionales de discos”. Conformado por una veintena de testimonios de profesionales, el libro se inscribe en una nueva coyuntura –el triunfo de la internet–, en donde la palabra escrita ha perdido terreno ante el exceso de recursos audiovisuales, lo cual lleva a medio mundo a preguntarse “¿para qué leo reseñas si puedo escuchar discos en YouTube o SoundCloud?”, como titula Julián Woodside una reflexión timbrada por la autocrítica. Aunque el lamento en varios textos se asemeje al del hombre de mediana edad para quien “el rock ya no es lo que era, mejor pongan una de Caifanes”, no deja de ser cierto que la red de redes supuso un duro golpe para el periodismo especializado y algunas de sus mejores armas: la ambición literaria, el dictamen argumentado, el compromiso con los lectores. El compendio, sin embargo, ofrece también un antídoto contra la ilusión de que vivimos tiempos particularmente oscuros, al poner en primera persona las dificultades que, para cualquier época, ha supuesto tener un medio dedicado al rock. No fue fácil en los setenta, en los ochenta era un dolor de cabeza, en los noventa ni se diga, ¿por qué tendría que ser distinto ahora? En un momento en que nadie compra discos, asegura Rulo David, otro de los participantes, el periodismo de rock “debe ayudar a conectar a la música con todo lo demás”. En ese sentido, lo que logran libros como 200 discos chingones del rocanrol mexicano es llevar a la práctica una salida a la crisis. En lugar de enarbolar la enésima queja contra la tiranía del clic y el pozo sin fondo de YouTube, propone una carta de navegación –flexible, subjetiva, de opción múltiple– para el acervo inabarcable de las plataformas de audio y video. Demuestra, como lo ha hecho también esa iniciativa admirable llamada Buscando el rock mexicano de Ricardo Rico, que el periodismo, la crítica y la investigación todavía tienen cosas importantes que decirles a los escuchas hiperconectados de nuestra era.

Publicado originalmente en Letras Libres.

Un español de París, un parigot de Barcelona: un retrato colectivo de Picasso

“Las jóvenes generaciones quizá piensan que Picasso era misterioso. No lo era”, afirmó David Douglas Duncan, el hombre que lo fotografió miles de veces y cuyos retratos dejan ver a un artista que trabajaba sin descanso, a un viejo que se divertía con los niños y a una celebridad que parecía disfrutar de los ambientes domésticos. Pero ni siquiera la supuesta objetividad de la cámara es de fiar. Si hemos de creerle a su exhaustivo biógrafo John Richardson, a veces Picasso alimentaba su personaje solo para satisfacer a los periodistas que lo visitaban, pero en realidad era un hombre tímido que buscaba esconderse del mundo. ¿Cómo era entonces? Amantes, amigos, rivales, colaboradores, familiares y escritores han dejado también sus impresiones y es seguro que ninguna alcanzará a definirlo, porque si algo caracterizó al malagueño fue su capacidad de reinventarse y ser de muchas maneras. La presente selección de testimonios busca, antes que nada, rendir homenaje a esa naturaleza múltiple, cambiante y contradictoria del genio por antonomasia del siglo XX.

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En 1899 y, al llegar por primera vez a París, Picasso se encontró con el éxito. Parecía apenas un niño. Sus enormes ojos negros –con una expresión tan tensa cuando miran a alguien, tan socarrones cuando habla, tan tiernos cuando se conmueve– resplandecían vivaces bajo su frente baja, amplia y positiva. Su cabello en ese entonces era tosco, grueso y lacio; hoy, uno que otro hilo plateado brilla en su negrura.

En ese tiempo, Picasso vivía la vida del “provinciano” en París; usaba un sombrero alto y pasaba las tardes en las salas de música. Se había hecho famoso por sus retratos de las actrices de moda. Jeanne Bloch, Otero… ¡Ah, cuántos cambios ha experimentado y cuántos cambios ha habido alrededor de él desde entonces! ¡Qué sorprendente evolución! Fue una suerte que este niño de dieciocho realizara dos pinturas al día y recibiera, en la rue Laffitte, cien francos por cada una. Piénselo, ¡doscientos francos al día antes de la guerra, y en manos de un niño! Esos cuadros son invaluables ahora; los museos más listos los han comprado.

En 1902, cuando regresó de España, tuvo su primer contacto con la miseria. Había vuelto con los célebres cuadros azules realizados sobre madera, pero nadie se los compró. Pobre niño, vivió en el hôtel du Maroc, en la rue de Seine, y el techo de su cuarto tenía una inclinación tan pronunciada que su cama de hierro apenas si cabía.

-Max Jacob «The early days of Pablo Picasso»

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El círculo de nuestros amigos se ampliaba: Derain, Vlaminck, Braque, Herbin y otros artistas asistían a menudo al estudio. Derain, Vlaminck y Braque eran un trío extraordinario y sorprendente. La gente que pasaba por ahí volteaba a mirarlos ya que los tres eran muy altos, de anchas espaldas y daban la impresión de poseer una extraordinaria fuerza física.

Derain y Braque solían boxear con regularidad. Picasso, en cambio, solo sentía atracción por el boxeo. Disfrutaba y seguía las peleas –incluso le habría gustado saber boxear–, pero odiaba recibir golpes y golpear a cualquier otra persona. Creo que, una vez, tomó una clase en el estudio de Derain, y no pasó de ahí. Cuando los cuatro salían juntos, Picasso era por mucho el más bajo, pero su complexión corpulenta lo hacía ver más fuerte de lo que era. Le enorgullecía, además, que las personas asumieran que era boxeador, debido a la presencia de sus tres compañeros. De hecho, aunque Picasso siempre quiso ser famoso, le habría encantado que su reputación se debiera a logros distintos a su arte. Max Jacob dijo, alguna vez, que Picasso habría preferido ser conocido como donjuán antes que como artista. Amaba que las mujeres le prestaran atención, sin importar de quién se tratara ni de dónde viniera. De hecho, con frecuencia esta atención era lo único que necesitaba, porque su pereza natural y su miedo a los enredos solían acabar de manera abrupta con sus amoríos.

-Fernande Olivier, Loving Picasso:
The Private Journal of Fernande Olivier

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Durante la época grande del cubismo, los pintores de Montparnasse se encerraban a cal y canto por temor de que Picasso les robase alguna semilla y la hiciera fructificar en su suelo. En 1916, asistí a unos cuantos conciliábulos interminables organizados a puerta cerrada. Teníamos que esperar hasta que los pintores pusieran bajo llave los cuadros recientes. Y también eran desconfiados entre sí.

-Jean Cocteau, La dificultad de ser

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No llegué a conocerlo hasta 1917, cuando coincidimos en Roma. Me encantó de inmediato su forma llana y poco entusiasta de hablar, así como su característico acento español en cada sílaba: “No soy músico, no entiendo nada de música”, y lo decía como si no le importara en absoluto. Recuerdo que a Picasso y a mí nos detuvieron una noche en Nápoles por orinar contra una pared de la Galleria. Le pedí al policía que nos acompañara hasta el teatro San Carlo porque allí alguien respondería por nosotros. Satisficieron nuestra petición, y los tres nos dirigimos a los bastidores, donde el policía nos soltó al escuchar que los demás nos saludaban como maestri.

-Igor Stravinski, Memorias y comentarios

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Picasso y Fernande vinieron a cenar; en aquel tiempo él era lo que Nellie Jacott, una compañera de colegio y gran amiga mía, llamaba un limpiabotas bien parecido. Era delgado, moreno, enérgico, con grandes ojos líquidos y modales bruscos pero no groseros. Estaba sentado al lado de Gertrude Stein durante la cena y ella cogió un pedazo de pan. Este pan, dijo Picasso arrancándoselo bruscamente de la mano, es mío. Ella se echó a reír y él se quedó avergonzado. Así comenzó su estrecha amistad.

Aquella noche el hermano de Gertrude Stein sacó una carpeta tras otra de grabados japoneses para enseñárselos a Picasso. Al hermano de Gertrude Stein le gustaban mucho los grabados japoneses. Con aire solemne y obediente Picasso miró uno tras otro y escuchó las descripciones. En voz baja dijo a Gertrude Stein: su hermano es muy simpático pero al igual que todos los norteamericanos, al igual que Haviland, tiene la manía de enseñar grabados japoneses. Moi j’aime pas ça. Como he dicho, Picasso y Gertrude Stein se entendieron enseguida.

-Gertrude Stein, Autobiografía de Alice B. Toklas

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Picasso es sin duda el hombre en quien he pensado más a menudo, después de mi padre. Él era mi faro cuando yo estaba en Barcelona y él en París. Su ojo era mi criterio. Me he cruzado con él en todas las épocas de mi esplendor, y cuando me embarqué para América él también estuvo presente: sin él seguramente no hubiera podido comprar el pasaje. Lo miraba como el portador de la manzana debía mirar a Guillermo Tell cuando le apuntaba. Pero él siempre apuntaba a la manzana y no a mí. Irradiaba una vida prodigiosa y catalana. Cuando estábamos juntos, donde fuese, aquel lugar de la tierra debía de pesar más de lo normal y la noosfera seguro que adquiría una densidad particular. Éramos el mayor contraste que se pueda imaginar. Yo tenía sobre él una superioridad: la de llamarme “Gala-Salvador-Dalí”, y la de saber que era el salvador de la pintura moderna que él se encarnizaba en destruir, y que él solo se llamaba Pablo. Yo era dos y estaba predestinado. Él se hallaba tan solo y desesperado que experimentó la necesidad de hacerse comunista.

-Salvador Dalí, Confesiones inconfesables

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Picasso se dice a sí mismo: “No hay poetas. Rimbaud es el único. Cocteau es solo un periodista, Apollinaire era un idiota y Reverdy no tenía idea qué significaba ser católico.” Un reportero llegó justo a tiempo para registrar esas preciosas palabras. Como Pascal, Picasso es una fábrica de frases, pero al menos Pascal tuvo el cuidado de que ninguna de las suyas fuera publicada durante doscientos años.

-Max Jacob, carta a Jean Cocteau

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Una tarde nos reunimos a la entrada del circo en el bulevar Rochechouart. Picasso tenía un lugar frente a la pista. La tarde fue una de tantas: artistas del trapecio, acróbatas, grandes felinos, jinetes vestidas con tutús que giraban en las grupas de los caballos percherones. Nada alucinante. Sin embargo, Picasso estaba encantado, absolutamente feliz de volver a sumirse en la atmósfera circense, de respirar el tibio aroma de los establos y la paja húmeda, el perfume punzante de los animales. Se reía de buena gana con los payasos, disfrutaba sus bobadas mucho más que su hijo, a quien no lo entusiasmaba nada, y su esposa, que estaba distraída y taciturna. Durante el intermedio, visitamos los establos y Picasso nos habló del circo. Siempre que tenía algo de dinero, cenaba con sus amigos y los traía aquí. Medrano estaba a pocos minutos caminando de su estudio. Max Jacob, Mac Orlan y André Salmon solían acompañarlo y algunas veces Kahnweiler o Braque. El teatro los aburría muchísimo. Casi nunca iban.

-Brassaï, Conversations with Picasso

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[Los Beaumont me cuentan que] no han visto a Picasso durante un año, aunque son sus amigos más cercanos. Siempre que lo invitan, él acepta, pero diez minutos antes de que se sienten a comer llega un mensaje de que sus hijos [sic] tienen escarlatina, su esposa está indispuesta o algo por el estilo. De entrada, no contesta las cartas y a las personas que llaman por teléfono se les hace saber que no está en casa. Todos sus amigos han tenido la misma experiencia. Nadie sabe lo que está tramando.

-Harry Kessler, Berlin in lights:
The diaries of count Harry Kessler (1918-1937)

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Recuerdo una ocasión –debe haber sido en 1934 o 1935– en que acudimos al Banco de Francia, porque Picasso había guardado ahí algunos lienzos en un cuarto rentado del sótano. Elegimos las pinturas y las dejamos aparte para recogerlas otro día, ya que estuvieran embaladas. Los guardias del banco cerraron la puerta cuando salimos y Picasso me dijo, guiñando el ojo como un niño travieso: “Poseo dos cuartos más. ¿Quieres verlos?” Le dije que sí e hizo que nos abrieran otra habitación blindada.

El segundo cuarto es más grande que el primero. Para mi sorpresa, no hay cuadros en él, solo paquetes, apilados uno arriba del otro, que forman torres de la altura del propio Picasso. Entre los montones de paquetes puede verse una especie de zanja laberíntica que permite alcanzar los envoltorios recargados sobre las paredes. En el momento pensé que se trataba de dibujos o grabados, cartas –quizá los archivos de Apollinaire– o algo de ese estilo.

Picasso se acerca con entusiasmo infantil a uno de estos paquetes, arranca el papel en una de las esquinas y me muestra lo que hay dentro. ¿Quieres saber qué era? ¡Billetes! Sí, señor. Billetes de la denominación más alta que existía entonces en Francia. En lugar de depositar su dinero en una cuenta de banco y ganar intereses, como habría hecho cualquier otra persona en su posición, Picasso prefería tenerlo en paquetes, envuelto en papel periódico. Siempre tuvo algo de campesino no solo en lo monetario. En realidad, no era muy distinto del pueblerino que guarda sus ahorros debajo del colchón.

-Christian Zervos, en conversación con
Roberto Otero, Forever Picasso

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[Nuestra hija] Maya nació el 5 de septiembre de 1935. Picasso me dijo: “Me divorcio mañana [de Olga Khokhlova]”. Se la pasaba diciéndome me quiero divorciar, me quiero divorciar, me quiero divorciar. [Cuando empezamos a vivir juntos,] todo el día estaba en casa, él era el que lavaba la ropa, hacía la comida, se ocupaba de Maya, todo hacía salvo, quizá, las camas. Pero a mí la vida parisiense me aburría, no la soportaba, no tenía jardín, no tenía nada. Yo veía que Picasso salía un poco… Y lo comprendía, así que pensé que mejor me iba al campo y el 20 de diciembre de 1937 me mudé a casa de [Ambroise] Vollard, en Le Tremblay-sur-Mauldre. Picasso venía de viernes a domingo. Trabajaba, trabajaba. Como un ángel. Así fuimos felices durante años. Solos. Éramos los dos y nada más que los dos, ni siquiera con niños, ni siquiera con Maya. A mí me daba lo mismo que fuera célebre, además yo era más célebre que él porque era yo la que estaba en los cuadros. Se pasó la vida diciéndome: “No te rías, cierra los ojos.” No quería que yo fuera alegre.

-Marie-Thérèse Walter, en conversación con
Pierre Cabanne, «Picasso et les joies de la paternité»,
en L’Oeil

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Picasso venía aquí [a Le Tremblay-sur-Mauldre] todos los fines de semana, dejándome sola en París. A veces, yo tomaba un taxi para venir. Para ver lo que podía. Es decir, nada. Y, sin embargo, detrás de las paredes yo sabía que Picasso estaba con ella [Marie-Thérèse] y con la niña [Maya]. No hacía de eso ningún misterio. Me acuerdo de una noche, después de una recepción en casa de Marie-Laure [de Noailles]. Me sentía sola, tomé un taxi y le pedí al chofer que me sacara de París. Los árboles eran como globos listos para volar en el amanecer. Debía parecer muy raro, una mujer joven, en traje de noche, sollozando en el asiento de atrás a las seis de la mañana, en pleno campo. Y después de dejar atrás Le Tremblay, el chofer me dijo: “Por favor, no llore. Me recuerda la muerte de mi mujer”.

-Dora Maar, en conversación con
James Lord, Picasso & Dora

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En una ocasión, cuando Picasso estaba por concluir el Guernica, lo visité acompañado de Henry Moore. La discusión entre nosotros giró hacia el viejo problema de cómo vincular la realidad con la ficción de la pintura. Picasso desapareció en silencio y regresó con un enorme rollo de papel de baño. Luego lo pegó en la mano de la mujer que aparece a la derecha del cuadro, aquella que entra en escena aterrada pero curiosa por saber qué ocurre. Como si hubiera sido interrumpida en un momento crítico, tiene el trasero desnudo y, debido a la urgencia, no parece haberse dado cuenta de ello. “Listo”, dijo Picasso, “esto no deja dudas acerca de cuál es el más común y el más primitivo efecto del miedo”.

-Roland Penrose, Picasso: His life and work

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[Yo era el censor literario alemán durante la Ocupación y] Jean Paulhan me introdujo en casa de Picasso, en junio de 1942. El pintor sabía que estaba considerado por los nazis como el principal representante del “arte degenerado y negroide”; sin embargo, se había negado a expatriarse a Estados Unidos cuando había tenido la posibilidad. Se había vuelto a instalar en su taller de la calle des Grands-Augustins en septiembre de 1940 y no se movió de allí durante la guerra, trabajando encarnizadamente. Cuando, tras subir la pequeña escalera de caracol, nos encontramos frente a su puerta, mi corazón se salía del pecho. Llamamos y nos abrió el mismo Picasso. Reconocí su silueta familiar. Pequeño, achaparrado, envuelto en una especie de abrigo ceñido al talle con un cinturón de cuero, una boina con pompón sobre su cráneo calvo y su mirada fija en nosotros. Muy amable, muy sencillo, nos hizo entrar en el apartamento, y después en los vastos desvanes de vigas de roble. Por doquier había cuadros apilados, colgados, superpuestos, volteados. Nos los mostró uno por uno, sin hablar mucho, esperando nuestras reacciones. Yo me sentía como si estuviera ebrio. A pesar de su simplicidad y su amabilidad, me sentía un poco aplastado por el personaje y sobre todo por la obra. Recuerdo haber sido invitado por un amigo a casa de un abogado que vivía en los muelles, cerca de la plaza de Saint-Michel; a pesar del atractivo de la maravillosa vista sobre el río, apenas podía permanecer en la habitación donde estábamos; me sentía desgarrado, fulminado por los dibujos de Picasso que cubrían las paredes. Jünger también se sintió atrapado por esa especie de fuerza mágica que irradiaban ciertas obras de Picasso (él veía una relación con las operaciones de la alquimia). Me decía: “Debemos aprender a domesticar las fuerzas misteriosas de esos cuadros.” A eso me inició Paulhan. Para aquellos que no han tenido esa formación, una obra tal permanece cerrada, repulsiva, quizás incluso demoniaca. Varios años después, vi en Roma, en una exposición de Picasso, a un sacerdote detenerse en el umbral de una sala, aterrado, y hacer la señal de la cruz, ¡como para alejar el demonio!

-Gerhard Heller, Recuerdos de un alemán en París 1940-1944:
Crónica de la censura literaria nazi 

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–Dígame, Picasso, ¿es cierta esta anécdota que anda en boca de todo el mundo? Un día, un oficial de la Gestapo, esgrimiendo una reproducción del Guernica, le preguntó: “Usted hizo esto, ¿no?” Y se supone que usted le respondió: “No. Fueron ustedes.”
–Sí –responde Picasso riendo–, es cierta, más o menos es cierta. A veces los bolcheviques vienen a verme, fingiendo admirar mis cuadros. Y yo les doy postales del Guernica diciendo: “¡Llévense una! ¡Souvenirs, souvenirs!”

-Simone Téry, «Picasso n’est pas officier dans
Armée française», en Les Lettres Françaises

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Estamos revisando todas las esculturas de Picasso, con él y el editor, a fin de elegir aquellas que incluiremos en su libro. Entre las esculturas se encuentra El pájaro: un monopatín oxidado, torcido y sin llantas –que le sugirió la idea de un ave, así como el asiento y el manubrio de una bicicleta le sugirieron la cabeza de un toro–. El pequeño estribo del monopatín se convirtió en el cuerpo; el manubrio, en su largo cuello; y la horqueta de la llanta delantera, en su pata. Picasso le añadió una pluma roja como cola. Observamos, sin mayores incidentes, el resto de las esculturas, pero, cuando llegamos a El pájaro, el editor me susurra al oído: “No te molestes en fotografiarla. Es más un objeto que una escultura.” Picasso, que escucha y entiende todo, de pronto se voltea y, señalando a El pájaro, dice con firmeza: “¡Insisto en que esta escultura aparezca en el libro!” Cuando, una hora después, el editor se va del estudio, Picasso sigue enfurecido.


–¡Un objeto! ¡Así que mi ave es un objeto! ¡Quién se cree para decirme a mí, Picasso, qué es y qué no es una escultura! ¡Tiene que ser un atrevido! Tal vez yo sepa algo más que él. ¿Qué es una escultura? ¿Qué es una pintura? Todos siguen aferrados a ideas viejas, definiciones obsoletas, como si el papel del artista no fuera precisamente ofrecer ideas nuevas.

-Brassaï, Conversations with Picasso

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Una mañana de febrero o marzo [de 1946] nos citamos enfrente del estudio de Picasso, el 7 de la rue des Grands-Augustins, Rodolfo [Usigli], Miguel de Iturbe y yo. A la hora indicada entramos en el inmueble donde estaba el estudio, atravesamos la gran cour y por una escalera subimos al primer piso. En realidad, no era un estudio sino una suerte de gran bodega.

[Picasso] era pequeño pero la penetración de su mirada, la vivacidad de su rostro y la animación de sus palabras hacían olvidar inmediatamente su estatura. ¿Cómo era y cómo estaba vestido? No podría responder con exactitud: veo una ventana alta que filtra una luz fría cayendo sobre una figura obscura y cálida. Una sensación más mental que visual: electricidad, vitalidad, inmensa y comprimida vitalidad, un dínamo que emitía breves descargas convertidas en frases, gestos, risas, boutades… La voz era baja, veloz, burlona, vehemente; el acento era español, la sintaxis y el vocabulario, franceses. Un español de París, un parigot de Barcelona. No percibí nada malagueño en su persona. Se dijo algo sobre la situación internacional –vivíamos ya en la Guerra Fría– y el movimiento de la paz. [Su secretario] Sabartés se dio cuenta de que estos temas no nos interesaban demasiado y desvió la conversación hacia los asuntos hispanoamericanos. Gabriela Mistral acababa de obtener el Premio Nobel pero Picasso confesó que no había leído nada de ella. Saltamos a México y la República española.

Los mexicanos estábamos complacidos. Se habló de los republicanos españoles y Usigli, de pronto, aprovechó un momento de silencio para decirle que le traía una carta de Manuel Rodríguez Lozano.
–¿Se acuerda usted de él?
La respuesta fue un ademán sonriente y un ininteligible murmullo que, más o menos, quería decir: “Uhm, no me pregunte eso, han pasado tantos años…”
Me atreví a preguntar:
–¿Y de Diego Rivera?
El mismo murmullo pero ahora más lejano e incomprensible, como el bufido de un toro en una plaza fantasmal. En seguida, con una sonrisa ancha:
–No conozco bien la pintura mexicana. Estamos tan alejados… La guerra y todo lo demás…
Silencio. Entonces, como para consolarnos, dijo:
–Pero me han hablado de uno… muy interesante. Vi unos grabados suyos hace poco. Creo que ha hecho una exposición en Austria. Unos grabados muy buenos… Un poco alemanes.
Después de una pausa y mirando a Sabartés:
–¿Te acuerdas tú? ¿Cómo se llama?
Volví a la carga:
–Diego Rivera vivió muchos años en París. Entre 1910 y 1920. Fue muy amigo de muchos amigos suyos. Modigliani le hizo un retrato y…
Me interrumpió:
–Tuve un amigo mexicano que quise mucho. Un hombre inteligente, fino, culto. Muy amable y excelente persona. También era pintor.
–¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?
Alegre al fin de poder dar un nombre, Picasso contestó:
–Ángel Zárraga. Un caballero. Un honnête homme. Era muy mundano y un poco cursi. De esos que en el salón tienen un vaso de cristal con un pétalo de rosa flotando en el agua. Sí, Ángel Zárraga…
No se habló mucho más. Habían pasado unos veinte minutos, Sabartés veía la hora y Picasso movía la cabeza:
–¡Qué lata! Tengo que recibir una delegación de mujeres del Uruguay. Imagínense. Son del movimiento de la paz. No hay más remedio: hay que hacerlo…
Oímos voces afuera: la delegación uruguaya había llegado. Nos despedimos.
Bajamos la escalera con prisa. Ya en la calle, Usigli me dijo furioso:
–¿Cómo es posible que solo recordara a Zárraga? ¿Y lo de Diego? Me pareció abominable.
–No sé. Tal vez no estima a Diego y no quiso ofendernos. Porque no es creíble que no se acordase de él.
–O han llegado a sus oídos los improperios de Diego contra la escuela de París y contra él mismo. Prefirió callarse, ignorarlo.
–No sé. Los ataques de fuera le deben parecer zumbidos de mosquitos… Lo único que sabemos de cierto es que Picasso no es de fiar.
–Tampoco Diego.

-Octavio Paz, Sombras de obras

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Un día me dijo: “Quiero mostrarte mi museo.” Me condujo a una pequeña habitación junto al estudio de escultura. A la izquierda había una caja de cristal de dos metros de alto por metro y medio de ancho y treinta centímetros de fondo. Tenía cuatro o cinco repisas con todo tipo de objetos artísticos. “Estos son mis tesoros.”

Me llevó al centro de la vitrina y señaló un sorprendente pie de madera en una de las repisas. “Ese pertenece al Antiguo Reino”, comentó. “Todo Egipto está en ese pie. Con un fragmento como ese, no necesito el resto de la estatua.”

En la repisa más alta había cerca de diez esculturas muy delgadas de mujeres, de treinta a cincuenta centímetros de alto, en bronce. “Esas las tallé en madera en 1931”, dijo. “Y mira allá.” Me empujó levemente hacia el otro extremo de la caja frente a un grupo de pequeñas piedras con perfiles femeninos tallados, la cabeza de un toro y de un fauno. “Hice estas con esto” y sacó de su bolsillo un pequeño cuchillo marca Opinel, con una hoja plegable. En otra repisa y junto a una mano y un antebrazo de madera que evidentemente provenían de la isla de Pascua, noté una pequeña pieza de hueso plano, de unos diez centímetros de largo. A los lados, tenía unas líneas que imitaban los dientes de un peine y, en el centro, podían verse dos insectos en combate frente a frente, uno a punto de devorar al otro. Le pregunté a Picasso qué era.

“Es un peine para piojos”, me respondió. “Te lo daría pero no me parece que lo necesites.” Recorrió con sus dedos mi cabello, y miró las raíces. “No –dijo–, parece que estás bien en ese departamento.”

-Françoise Gilot, Life with Picasso

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En La Californie, en Cannes, habíamos encontrado dos caracoles arrastrándose por la balaustrada de la escalera. La primera preocupación de Picasso fue: “No van a encontrar comida aquí. ¡Se van a morir de hambre!” Así que los atrapó y les puso lechuga fresca en una jaula del comedor. Cada domingo les rociaba agua en las conchas. “Tal vez crean que es lluvia”, decía. En otra ocasión escuchamos el chillido de un búho que vivía en un torno de alfarero abandonado en el estudio. Cualquiera que lo fuera a ver recibía a cambio una mirada de odio, pero no Picasso. A él le chasqueaba el pico de un modo alegre, chispeante, y le hacía un baile seductor desde su percha hasta que el Maestro le permitía sentarse en su mano. Las palomas bebé en el balcón del tercer piso no hacían nada cuando Jacqueline Roque o cualquiera de los otros estábamos cerca. Pero al momento en el que aparecía Picasso, enloquecían, batían las alas desnudas, intentaban caminar y gorgoreaban desde lo más profundo de sus pequeños cuerpos desaliñados. Picasso acariciaba y acurrucaba a los polluelos como si de verdad fuera su madre.

-David Douglas Duncan, 
The private world of Pablo Picasso

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La colección personal de Pablo, acumulada a lo largo del tiempo por los intercambios de obras que se hacían entre artistas, era… sin palabras. Contando cuadros, dibujos, grabados, bocetos, cuadernos, cerámicas, esculturas, en fin, de todo, era muy importante en cantidad y, sobre todo, en calidad. “¿Y este tan grande… dónde lo colgamos?” Colgar no estaba prohibido, “pero mejor no”, decía Pablo. “Eso lo hacen los ricos catetos que quieren presumirles a sus amigos. A nosotros las obras no nos adornan, nos acompañan. Por eso viajan por toda la casa. Cuando una está cansada de un lugar, nos lo susurra y nosotros la llevamos a otra parte. Eso lo hacemos nosotros, los que entendemos de estos asuntos. Las obras que dejamos descansar en el suelo, por ejemplo, descansan mejor. Descansan de las miradas. Las miradas cansan a las obras. Nadie mira al suelo porque lo que está en el suelo no debe de ser una obra, piensan. Sabemos que ahí van a estar mejor, más apartadas, más tranquilas. Y claro, contra alguna se acaba uno tropezando y a veces las dañas. Pero no pasa nada, Miguelito, algún día alguien las va a maltratar o las va a olvidar, así que mejor que se rompan antes.”

-Miguel Bosé, El hijo del Capitán Trueno

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¿Mi abuelo? No se nos permite llamarlo abuelo. Está prohibido. Tenemos que llamarlo Pablo, como todo el mundo. Un “Pablo” que, lejos de difuminar las fronteras, nos confina en la angustia. Demarca una línea entre el inaccesible demiurgo y nosotros.
–¡Buenos días, Pablo! –dice mi padre yendo hacia él–. ¿Has pasado una buena noche?
Él también debe llamarlo Pablo.
Pablito y yo corremos a tirarnos a su cuello. Somos niños. Necesitamos un abuelo. Nos acaricia la cabeza como se acaricia el cuello de un caballo.
–Marina, cuéntame. ¿Te has portado bien? Y tú, Pablito, ¿cómo vas en el colegio?
Preguntas que no esperan respuesta. Un viaje obligado para amansarnos en el momento en que le convenga.
Nos lleva a la habitación en la que pinta: taller que ha escogido por un día, una semana o un mes antes de ocupar otro, y luego otro, según lo lleve la casa. Según lo lleve la inspiración. Según su capricho.
Ninguna prohibición. Podemos tocar sus pinceles, dibujar en sus cuadernos, embadurnarnos en pintura. Eso le divierte.
–Os voy a dar una sorpresa –dice riéndose.
Arranca una hoja de su cuaderno, la dobla y la vuelve a doblar a una velocidad increíble y, como por arte de magia, de sus poderosos dedos nacen un perrito, una flor, una gallinita de papel.
–¿Os gusta? –nos pregunta con su voz atronadora.
Pablito se calla y yo balbuceo.
–Es… ¡es bonito!
Nos gustaría cogerlas y llevárnoslas a casa, pero no podemos… Es la obra de Picasso.

-Marina Picasso, Grand-père 

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FUENTES: 1. Max Jacob, “The early days of Pablo Picasso”, en Vanity Fair (mayo de 1923); 2. Fernande Olivier, Loving Picasso. The private journal of Fernande Olivier (Harry N. Abrams Inc, 2001); 3. Jean Cocteau, La dificultad de ser (trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Siruela, 2006); 4. Ígor Stravinski y Robert Craft, Memorias y comentarios (trad. de Carme Font, Acantilado, 2013); 5. Gertrude Stein, Autobiografía de Alice B. Toklas (trad. de Andrés Bosch, Lumen, 2000); 6. Salvador Dalí y André Parinaud, Confesiones inconfesables (trad. de Ramón Hervás Marco, Bruguera, 1975); 7. Citado por John Richardson, Life of Picasso. Vol 3: Triumphant years, 1917-1932 (Alfred A. Knopf, 2007); 8. Brassaï, Conversations with Picasso (The University of Chicago Press, 1999); 9. Citado por Richardson, Op. Cit.; 10. Citado en Alicia Dujovne Ortiz, Dora Maar. Prisionera de la mirada (Vaso Roto, 2013); 11. Citado en Ibid.; 12. Roland Penrose, Picasso. His life and work (University of California Press, 1981); 13. Gerhard Heller, Recuerdos de un alemán en París 1940-1944. Crónica de la censura literaria nazi (trad. de Juan Carlos Durán Moreno, Fórcola, 2012); 14. Roberto Otero, Forever Picasso. An intimate look at his last years (Harry N. Abrams Inc., 1975); 15. Citado en Gijs van Hensbergen, Guernica. La historia de un icono del siglo XX (trad. de Francisco Ramos Mena, DeBolsillo, 2018); 16. Brassaï, Op. Cit.; 17. Octavio Paz, Obras completas 4. Los privilegios de la vista (FCE, 2014); 18. Françoise Gilot, Life with Picasso (New York Review Books Classics, 2019); 19. David Douglas Duncan, The private world of Pablo Picasso. The Intimate Photographic Profile of the World’s Greatest Artist (The Ridge Press, 1958); 20. Miguel Bosé, El hijo del Capitán Trueno (Espasa, 2021); 21. Marina Picasso, Grand-père (Folio, 2003). Las traducciones no acreditadas son de Pablo Duarte (inglés) y Aloma Rodríguez (francés).

Publicado originalmente en Letras Libres

Los editores que sabemos conseguir

Por LEILA GUERRIERO

En el mes de diciembre de 2010, la revista colombiana El Malpensante publicó una columna firmada por la editora chilena Andrea Palet, titulada “Brevísimo manual para jóvenes editores”. La columna era, a la vez, una clase magistral, una declaración de principios y un repaso implacable del oficio de editor. En uno de los primeros párrafos decía: “El trabajo conjunto con un autor –el corte, pulido, escarmenado y musicalización de un original, la paternidad de las ideas, la organización de un conocimiento para transmitirlo por escrito– es de una intensidad y una intimidad tales que, como los secretos de familia, se resiente al ser expuesto a la luz del día.” Releyéndola por vez número mil pensé que, si bien podrían escribirse varios volúmenes en torno a las desesperantes actitudes de nosotros, los periodistas –el exceso de ego, la pereza, el engreimiento, etcétera–, podría hacerse lo mismo en torno a las desesperantes actitudes de nosotros, los editores, e imaginé esta improbable –pero, sobre todo, incompleta– clasificación:

  • El editor épico: “Quiero que vayas y me cuentes una historia sobre la miseria humana, sobre la lucha del hombre contra la máquina, sobre la suciedad del alma y la búsqueda de la purificación.” “Pero… es una nota sobre una fábrica de lavarropas.” “No importa. Igual.”
  • El editor que no sabe lo que quiere: “Lo veo como una gran historia sobre Sao Paulo, un spaghetti western en portugués. Pero también podría ser la pequeña historia de una sola persona. ¿Y si lo hacés de todo Brasil? Conozco un tipo que vive en Recife. Labura en una ONG de chicos de la calle. ¿O era con los grupos de samba en Bahía? Vos llamalo. Seguro que te da una mano.” Lo que uno se pregunta es: ¿una mano con qué?
  • El editor que habría querido escribir el artículo: “Acá poné una metáfora. Lo que dice este personaje intercalalo con una descripción del ambiente. Sacá las esdrújulas, que no me gustan. Y las frases: que no sean tan cortas.”
  • El editor que, para todo, necesita tomarse un café con el autor: “Tu texto tiene muchas comas. ¿Tomamos un café y lo conversamos?”
  • El editor que, más que encargar una nota, encarga una teoría: “El hastío vital, ¿no? La fatiga, la frustración. El conflicto que subyace en las relaciones de hombres y mujeres.” ¿Pimpinela? ¿Te parece?” Sí, totalmente.”
  • El editor que quiere que el periodista fracase: “Antes de empezar, leé lo que escribió Tom Wolfe sobre eso. Nadie jamás va a poder escribir algo parecido. Pero, bueno…, hacé lo que puedas.”
  • El editor que escribió hace años sobre el tema y cree que el mundo no se ha movido desde entonces: “¿Por qué no hablaste con Fulano? Ah, ¿se murió? ¿Y Zutano? ¿Se mudó a Suecia? Entonces tendrías que verlo a Mengano. ¿Preso? No te puedo creer.”
  • El exagerado: “¿Esta información está chequeada?” “¿Qué información?” “Acá, donde dice En el Jardín Botánico de Buenos Aires hay cientos de gatos. ¿Estamos seguros que son cientos y no miles, hay un organismo que pueda respaldar la cifra, tenemos tres fuentes que lo avalen?
  • El bipolar: “Hola. Sí, soy yo. Te llamaba porque estuve pensando y ya no me parece tan interesante el tema que me propusiste. Sí, ya sé que te dije que sí y que estaba muy entusiasmado, pero ahora lo veo medio remanido. ¿Cómo que ya empezaste? ¿Cuándo? ¿Dos meses atrás? ¿Hace tanto tiempo que no hablamos?”
  • El dubitativo: “Me gustó tu nota, pero tiene un problema, no sé…” “¿No se entiende, no está bien escrita, no tiene información?” “No, de hecho es clara, está bien escrita, bien investigada. Pero es como si no fuera lo que yo esperaba. O a lo mejor el problema es que es exactamente lo que yo esperaba. ¿Será eso? ¿Vos qué decís?”

Y están, también, los grandes editores. Los que no hacen –nunca– ninguna de todas esas cosas. Los que te piden lo imposible, porque saben que volverás con algo mejor de lo que imaginaron, y esa idea los llena de entusiasmo y de gozo. Los que te enseñan a arrojarte, una y otra vez, jadeando como un sabueso enfermo, tras los pasos del texto perfecto aunque sepan –porque ya estuvieron ahí y volvieron para no contarlo– que es un grial que siempre quedará lejos. Te hacen sentir menos solo, pero infinitamente más aterrado (porque descubrís, con ellos, que hay muchas maneras de no hacerlo bien, y que hacerlo bien es tan difícil.) Son generosos, porque ya hicieron lo suyo (y no necesitan demostrarle nada a nadie), y nobles, porque quieren que brilles: quieren que te vaya bien. Sus palabras operan en vos como una epifanía (y por eso son cuidadosos con lo que te dicen y no trafican comentarios ofensivos disfrazados de comentarios ingeniosos), y esperan que tomes riesgos: que intentes rechinantes piruetas en el aire (mientras ellos, llenos de orgullo, te miran danzar en el círculo de fuego). Y un día –esa es su mejor marca– desaparecen. Y si hicieron bien su trabajo, pasarán los años y llegarás a creer que hiciste todo –todo– solo. Y olvidarás también lo que te hicieron: lo que te ayudaron a hacer. Andrea Palet lo escribió así: “Sé una digna sombra. La cualidad número uno del editor respetable es la capacidad de quedarse inmensamente callado. Responsabilidad, tacto, oído y un punto de vista personal son indispensables también, pero precisamente porque cuesta mucho, saber quedarse callado tiene un punto de decencia o nobleza añadido, si es que le atribuimos nobleza a la dificultad. Es duro ser una sombra, y ni siquiera eso te lo van a agradecer, pero si eres editor es porque te gustan los libros, leerlos, tocarlos, rodearte de ellos, pensarlos, crearlos: bien, esa y no otra ha de ser tu callada recompensa.”

Sé –cuando te toque– una digna sombra. Amén.

Publicado originalmente en Revista Sábado (El Mercurio),
tomado de Zona de obras (Anagrama, 2022).

La música en el año 2000, según Jules Verne

De repente, se dejaron oír unos acordes extraños. Sonaban los clarines. ¡Me dirigí hacia el carcomido estrado que, desde tiempo inmemorial, tiembla bajo el pie de los directores de música! […]

La banda de música del batallón 324º tocaba un fragmento que no tenía nada de humano, ¡pero tampoco nada de celestial! ¡Allí, todo estaba cambiado también! ¡Ningún corte musical en las frases, ningún ímpetu! ¡Nada de melodía, nada de compás, nada de armonía! Lo enrevesado sobre lo inconmensurable, hubiera dicho Victor Hugo. ¡Wagner quintaesenciado! ¡Álgebra sonora! ¡El triunfo de las disonancias! ¡Un efecto semejante al de los instrumentos que se ajustan en una orquesta, antes de que den los tres golpes.

¡A mi alrededor, los paseantes, detenidos por grupos, aplaudían como yo nunca había visto aplaudir más que en los ejercicios de gimnastas!

–¡Pero si es la música del futuro! –exclamé a pesar mío–. ¿Estoy entonces fuera del presente?

Era como para creerlo, porque, al acercarme a la pancarta que contenía la nomenclatura de los fragmentos, leí este título asombroso:

«¡N.º 1 – Ensoñación en la menor
sobre el cuadrado de la hipotenusa!».

Yo mismo empecé a preocuparme. ¿Estaba loco? Si no lo estaba, ¿iba a volverme loco? Me puse a huir, con las orejas sangrándome. ¡Necesitaba el aire, el espacio, el desierto y su absoluto silencio! ¡La plaza Longueville no estaba lejos! Tenía prisa por volver a encontrarme en ese pequeño Sahara! Eché a correr…

[…]

Dirigí mis pasos hacia la calle de Rabuissons, preguntándome si esa calle aún existía.

En cualquier caso, a la izquierda se alzaba un vasto monumento de forma hexagonal, con una magnífica entrada. Era a la vez un circo y una sala de conciertos lo bastante grande para permitir al Orfeón, a la Sociedad Filarmónica, a la Armonía, a la Unión Coral y a la Fanfarria Municipal de Zapadores-Bomberos voluntarios, fusionar allí sus acordes.

En aquella sala ­–se la oía de sobra–, una inmensa multitud aplaudía como para hacerla derrumbarse. Fuera se extendía una larga cola a través de la que se propagaba el entusiasmo del interior. En la puerta campeaban gigantescos anuncios, con este nombre en letras colosales:

PIANOWSKI
pianista del emperador
de las islas Sandwich

Yo no conocía ni a ese emperador ni a su virtuoso habitual.

–¿Y cuándo ha llegado Pianowski? –pregunté a un diletante, reconocible por el extraordinario desarrollo de sus orejas.

–No ha llegado –me respondió y me miró con un aire bastante sorprendido.

–Entonces, ¿cuándo vendrá?

–No vendrá –replicó el diletante.

Y, esta vez, tenía perfectamente el aire de decirme: Pero usted, ¿de dónde viene usted?

–Pero si viene –dije yo–, ¿cuándo dará su concierto?

–Lo está dando en este momento.

–¿Aquí?

–¡Sí, aquí, en Amiens, al mismo tiempo que en Londres, Viena, Roma, San Petersburgo y Pekín!

«¡Ah –pensaba yo–, toda esta gente está loca! ¿No habrán dejado escaparse a los pensionistas del manicomio de Clermont?».

–Señor –proseguí…

–Pero, señor –me respondió el diletante encogiéndose de hombros–, lea el cartel. ¿No ve que este concierto es un concierto eléctrico?

Leí el cartel… En efecto, en aquel mismo momento, el célebre machacador de marfil Pianowski tocaba en París, en la sala Hertz; pero, por medio de hilos eléctricos, su instrumento estaba en comunicación con pianos de Londres, Viena, Roma, San Petersburgo y Pekín. Por eso, cuando golpeaba una nota, la nota idéntica resonaba en el teclado de esos pianos lejanos, cada una de cuyas teclas era movida de forma instantánea por la corriente eléctrica.

Quise entrar en la sala. Me fue imposible. ¡Ah!, no sé si el concierto era eléctrico, pero puedo jurar que los espectadores sí estaban electrizados.

Fragmento de “Una ciudad ideal”, de Jules Verne,
charla pronunciada en la Académie des Sciences,
Belles-Lettres et Arts en la sesión del 12 de diciembre de 1875.
Tomado de Viaje al centro de la mente:
Ensayos literarios y científicos
(Páginas de Espuma, 2018).

Huele a espíritu noventero

Aunque la mayor parte de las personas recuerda la irrupción de Nirvana como un tsunami que, en cinco minutos, arrasó con el rock de chalecos, pelo encordado y letras sexistas que había dominado los ochenta, lo cierto es que tanto el álbum Nevermind –lanzado en agosto de 1991– como el video de “Smells like teen spirit” tardaron casi medio año en conquistar la cima de la popularidad. En su primera reseña, Rolling Stone le otorgó tres estrellas de cinco y, hechas las cuentas, sus diez millones de copias vendidas palidecen frente a lo que facturaron Metallica y Bryan Adams durante el mismo periodo. Al momento de recordar lo sucedido, algunos ejecutivos de Geffen afirmaron que el público había respondido tan rápido al álbum que ni siquiera fue necesaria una estrategia de marketing, lo cual era una mentira, pero reforzaba la idea de un fulminante cambio de época, que para 1992, en plena ola del grunge, ya todos dábamos por sentado.

Algunos libros publicados o recuperados recientemente sobre aquellos años –las biografías de Nirvana y Pearl Jam, escritas por Michael Azerrad y Ronen Givony, y la historia oral colectiva Todo el mundo adora nuestra ciudad, de Mark Yarm– intentan reconstruir el auge y caída del movimiento grunge, sin dejar de lado la a veces risible y a veces amarga paradoja de que casi todos los participantes decían despreciar la fama al tiempo que hacían todo lo posible por obtenerla. Para Chuck Klosterman, autor de Los noventa, la década que psicológicamente empezó con la caída del Muro de Berlín en 1989 y terminó con la de las Torres Gemelas en 2001 solo puede entenderse a través del empeño que mostraron cientos de miles de jóvenes, en la misma sintonía de las bandas a las que admiraban, por “no venderse”, esto es: por no hacer a un lado sus principios en aras de objetivos superficiales, como el dinero o la popularidad, incluso si “venderse” era un concepto lo bastante nebuloso para significar también que ibas a buscar un empleo y hacerte responsable de tus gastos.

El caso paradigmático de esta lucha por conservar los valores en medio de un vendaval capitalista fue Kurt Cobain, el cantante de Nirvana que, desde sus inicios como músico en su natal Aberdeen hasta su trágico suicidio en 1994, apeló al espíritu punk que le recordaba el tipo de persona que era. La carta que su viuda Courtney Love leyó en voz alta, durante un homenaje a pocos días de su muerte, resume la angustia de esa contradicción: “no siento lo que siente Freddie Mercury”, fue su última confesión respecto a tocar para un público masivo. “No puedo engañarlos a ninguno de ustedes. No es justo para ustedes ni es justo para mí. El peor delito que se me ocurre es engañar a la gente haciendo como si lo disfrutara al cien por ciento.”

En su momento de mayor popularidad, Cobain mostraba cierta paranoia con la gente que lo reconocía en la calle y se emocionaba con aquellos que platicaban con él sin pedirle un autógrafo. Miraba con nostalgia la época en que, al lado de Krist Novoselic y una fila de bateristas que terminaría con el talentoso pero distante Dave Grohl, dio conciertos a los que iban unas cuantas personas o tenía que empeñar sus instrumentos para conseguir algo de comer. “Tocar se ha convertido en un trabajo, me guste o no”, le dijo a Azerrad en una serie de conversaciones que forman la columna vertebral de Come as you are, la biografía de Nirvana que, dados los acontecimientos, terminó por ser el perfil más extenso –y uno de los más empáticos– del líder de la banda que definió a toda una generación.

Con su imagen alejada de los cánones “rockeros” y su sonido melódico y a la vez ruidoso, mucha gente esperaba que Nirvana agrietara la industria musical desde dentro. Previsiblemente esa revolución no sucedió, pero la irrupción de la banda en medio de un entorno excesivamente optimista y autocomplaciente sí produjo algunos cambios significativos, como el reconocimiento de que la llamada Generación X podía ser un público con gustos propios o de que las ciudades por las que no dabas un pelo, como Seattle, eran capaces de parir grupos de la talla de Nirvana, Soundgarden o Alice In Chains.

La tirria que Cobain sentía por el rock masculino y corporativo lo llevó a menospreciar a sus paisanos de Pearl Jam, a quienes consideraba una pandilla de convenencieros que se habían subido al carro de la música alternativa solo por dinero. “Agradecería mucho que no se me asociara con ese grupo bajo ningún concepto”, dijo en una entrevista para la Rolling Stone. Llamaba a Stone Gossard, guitarrista de Pearl Jam, un “trepador”, consideraba al bajista Jeff Ament uno de esos “musculitos con bíceps” que “se han apoderado completamente de la música” y sentía por el cantante Eddie Vedder una envidia malsana por haber sido la primera figura de la movida grunge en aparecer en la portada de Time (incluso si el propio Cobain había rechazado los ofrecimientos de la revista algunos meses antes). En una entrega de premios y entre bastidores, Vedder y Cobain tuvieron la oportunidad de resolver sus diferencias a ritmo de “Tears in heaven”, la balada que Eric Clapton estaba interpretando en ese momento sobre el escenario. A instancias de Courtney Love, los cantantes de las bandas más importantes de la década se pusieron a bailar uno frente al otro como pareja de secundaria. “Lo miré fijamente a los ojos y le dije que pensaba que era un ser humano respetable”, le contó más tarde Cobain a Azerrad. “Lo que sí le dije sin cortarme es que seguía pensando que su grupo era una puta mierda.”

Desde nuestro tiempo, el pleito puede sonar ridículo porque también Pearl Jam tuvo que lidiar con la fama a su manera, según puede leerse en Not for you. Pearl Jam, vivir en el presente, del periodista y crítico musical Ronen Givony. Los cinco integrantes del grupo vivieron el ascenso de su popularidad de distintas maneras, aunque quizás el más reacio a las mieles del éxito fuera Eddie Vedder, quien desde el inicio resultó la figura más atractiva para la prensa y los fans. De acuerdo con Givony, “salta a la vista que Kurt y Eddie tenían cosas en común: eran autodidactas, de clase trabajadora, con padres divorciados, además de líderes indecisos, sabían promocionar su imagen, con ambiciones y principios, y eran también generosos, inteligentes, sensibles y desprendidos”. Sin embargo, una vez que uno atendía sus filiaciones musicales, los temas de sus letras o detalles como la manera en que veían las armas o los deportes, que podrían considerarse significativos o superficiales, ambos grupos parecían girar en órbitas distintas.

Por ese mismo motivo, el enfoque Not for you es menos intimista y más abierto a los fenómenos sociales que alimentaron la música de Pearl Jam. A diferencia de Cobain, que podía escribir letras sin sentido (¿qué tienen en común un mulato, un albino, un mosquito y la libido del cantante de Nirvana, salvo que todos aparecen en el coro de “Smells like teen spirit”?) u oscuramente autorreferenciales (como “Rape me”, que se supone que habla del trato recibido por la prensa en términos de una violación), Vedder se inspiraba en la vida de los otros para escribir (“Jeremy” está basada en el suicidio de Jeremy Wade Delle y “W. M. A.” en las palizas policiales contra jóvenes afroamericanos, como la que recibió el jugador de futbol americano Malice Green). Y, aunque Cobain decía coincidir con las luchas feministas, el activismo de Vedder a favor de los derechos reproductivos, en especial durante su participación en el festival Rock for Choice, era mucho más evidente.

Givony tiene el acierto de describir la locura de la fama que se apoderó del movimiento grunge, una vez que las compañías de discos descubrieron el potencial comercial de la música alternativa. El libro examina el extraño caso de la película Singles, de Cameron Crowe, que parecía aprovecharse del furor por la música de Seattle, cuando en realidad lo había precedido, o la esperpéntica lluvia de bandas acusadas de copiarse unas a otras en el afán de alcanzar las listas de popularidad (el caso más emblemático fue Stone Temple Pilots, blanco de un célebre chiste de la serie Beavis & Butt-Head: “¿Esos son Pearl Jam?” “No, oí que salieron antes y que Pearl Jam los copió.” “No, Pearl Jam salió antes.” “Bueno, los dos son una mierda.”). A pesar de contar con uno o varios hits, mucha gente no sentía el menor respeto por recién llegados como Silverchair, Collective Soul o Bush, que, de acuerdo con los más puristas, anunciaban la muerte del grunge por no decir de la música alternativa en su conjunto. La caza de brujas contra “la pose” llegó a tal grado que una banda originaria de Seattle, como Candlebox, recibió toda clase de insultos por querer sonar precisamente a una banda de Seattle.

En una nota para Melody Maker, Simon Reynolds afirmó que “Pearl Jam son los Clash y Nirvana, los Sex Pistols. Al igual que los Clash, Pearl Jam tiene una visión humanista, reconfortante, integradora (y por lo tanto muy tradicional) del rock […] mientras que las canciones de Cobain fusionan la violencia melódica de los Pistols con el desánimo proto-punk de Black Sabbath”. Las diferencias cobran sentido a la luz de las batallas legales que ambas bandas emprendieron en el punto más alto de sus carreras. Courtney y Kurt pelearon por la custodia de su hija Frances, después de un escandaloso reportaje de Vanity Fair, que sirvió para que el departamento de Servicios Infantiles del Condado de Los Ángeles determinara que la pareja no era apta para criar a una menor. Considerados un par de drogadictos sin remedio, Kurt y Courtney tuvieron que someterse a pruebas regulares de orina, a la visita constante de trabajadoras sociales y al embate de los medios que hicieron todo lo posible por capitalizar el proceso. En contraste, la cruzada más recordada de Pearl Jam se dio contra la empresa Ticketmaster, cuyas elevadísimas cuotas les impedían ofrecer conciertos más baratos para sus fans. El asunto, que comenzó con algunos roces entre el grupo y la compañía a la hora de fijar costes, llegó hasta el Congreso de los Estados Unidos, adonde Gossard y Ament acudieron a explicar por qué Ticketmaster estaba cayendo en prácticas monopólicas. La denuncia no prosperó porque los emisarios de Pearl Jam contestaron torpemente algunas preguntas centrales de los legisladores, pero también porque pocos músicos salieron a respaldarlos. Bajo cierta óptica, ambos episodios podrían considerarse como los tímidos intentos de dos bandas rivales por enfrentarse al sistema de celebridades que, para ese momento, los había ya engullido.

La misma noche en que se confirmó la muerte de Kurt Cobain, Pearl Jam se presentó en Fairfax, Virginia. Pese a que hubo alusiones al deceso entre canción y canción, aquel concierto no pudo capturar el estado emocional de Vedder, que prácticamente echó abajo el cuarto de su hotel cuando se enteró de la noticia. “Después me senté en medio de aquel desastre y me calmé”, le dijo a un reportero de Los Angeles Times. “Sentí que aquel destrozo representaba entonces mi mundo.”

Publicado originalmente en Letras Libres.

El verso, la prosa, la tilde en “solo” y todo lo demás

Cuando uno se dedica a la edición de una revista literaria se encuentra todo tipo de personas; las más peculiares son, desde luego, los poetas. Ya sabemos: no terminan los párrafos, no siempre usan comas, cuando se les antoja prescinden de las mayúsculas. En una ocasión me tocó lidiar con uno que pedía un guion más largo de lo tradicional y, en otra, cierto poeta laureado —que había entrevistado a otro poeta laureado— me advirtió que no podía cambiar ninguna palabra de su entrevista porque la conversación se había dado en endecasílabos. También circula el viejo chiste de que cuando un poeta no llena el mínimo de páginas para un concurso siempre tiene la opción de cortar un verso y convertirlo en tres.

En fin, que existe cierta idea de que la escritura de la poesía es una actividad medio caprichosa, propia de quienes se saltan las reglas sin justificación. En resumen: que la poesía es una forma de la autocracia.

Todo esto me da pie para hablar de Herencias, de Fausta Gantús, no porque me parezca una obra caprichosa sino precisamente porque es un buen ejemplo de cómo funciona la poesía, el lenguaje y la lectura, donde no siempre se pueden hacer las cosas “a voluntad”. No me queda más remedio que explicar un poco cómo está hecho este libro, que es dos libros a la vez. Por un lado, tenemos Herencias, con el subtítulo de Miradas habitadas, que ofrece un texto en prosa, presumiblemente un relato sobre la búsqueda familiar y la identidad. Si uno gira el ejemplar, tiene en sus manos Herencias, con el subtítulo de Habitar la mirada, un volumen en verso sobre la memoria que es también una reflexión sobre el pasado. Lo más llamativo, en uno y otro caso, es que ambos títulos contienen las mismas palabras, como puede comprobar cualquiera que haga una lectura alternada. Sin embargo, ¿podemos decir que son realmente las mismas?

De lejos, Herencias podría parecer el intento de que un volumen de 67 páginas se convierta mágicamente en uno de 128 páginas, pero las cosas no son tan sencillas, porque la forma en que está hecha la literatura condiciona nuestras expectativas sobre cómo leemos. ¿Qué esperamos de un poema? ¿Qué queremos encontrar en un cuento? Lo que nos sugiere Herencias es que ninguna de esas categorías llega a ser tan estable como pensaríamos. Debo comentar que este intercambio de géneros no es algo nuevo en la obra de Fausta: en un cuento de 1997 llamado “Orígenes” la autora había trasladado partes de su poemario Crucifícate, amor, entre mis sábanas, publicado el año anterior. Y el efecto, más que el de un autoplagio (ahora que hablamos tanto sobre el tema), era que Fausta había otorgado nuevos significados a esas mismas palabras al modificar su ritmo, su presentación sobre una página y la expectativa que teníamos con respecto a ellas. En Herencias Fausta lleva la tentativa hasta sus últimas consecuencias y consigue una obra que, además de indagar sobre el pasado propio y ajeno, pone en entredicho nuestra relación con lo que llamamos literatura y, más aún, con el lenguaje.

La idea que sostiene a este libro es que el lenguaje no es un simple recurso de la comunicación humana sino algo más asombroso, cambiante y flexible. A menudo pensamos que hablar, o escribir, se trata de poner unas palabras detrás de otras, pero la literatura abre posibilidades de las que no siempre somos conscientes. Al atentar contra la “formalidad” del lenguaje la poesía pone en fricción las letras, los vocablos, los enunciados: una palabra con respecto a la que tiene al lado, pero también arriba, abajo, muy cerca, muy alejada. Y esa disposición transforma nuestra percepción de lo que leemos. Si en la parte titulada Miradas habitadas Fausta escribe en una prosa sorprendente que nunca pierde su claridad o el sentido de sus acciones, en la parte llamada Habitar la mirada pone a bailar los párrafos. Destruye oraciones, las recompone, juega con las distintas presentaciones de una misma palabra, ordena versos como si se tratara de una letanía, abre y cierra vocablos. Es de hecho llamativo que el apartado en verso se llame Habitar la mirada, como si la poesía fuera siempre una acción que se ejerce, a diferencia del apartado en prosa, cuyo subtítulo Miradas habitadas sugiere algo que ya aconteció.

No es arbitrario tampoco que la acción de mirar y sus efectos sean centrales. Hemos otorgado a la palabra “mirada” el privilegio de cifrar nuestra percepción del mundo. Hablamos de “punto de vista”, de “perspectiva”, de “lectura”, para decir que el mundo puede ser entendido y advertido de una manera personal. Fausta indaga en la paradoja de que, al tiempo que miramos, alguien nos mira y que el choque resultante, la fricción de perspectivas, define lo que somos.

Esa acción de “mirar” afecta al lenguaje que, además de escuchado, puede ser “visto”, percibido como una imagen bella o fea o incómoda. Eso no sucede solo en este libro, que juega con los modos en que se escriben las palabras, sino que pasa todo el tiempo en la escritura cotidiana. Recientemente, por poner un ejemplo, una cantidad sorprendente de personas descorchó vinos y lanzó confeti cuando se enteró de que la RAE había, según esto, “autorizado” la tilde en la palabra “solo”. Más allá de las razones de gramática, hay que atender los motivos sentimentales por los que la gente ama esa tilde. Si somos lo bastante honestos podemos afirmar que es porque les gusta, porque les reconforta ver el “solo” tildado como les reconforta ver la tilde sobre la palabra “guion”. Pero no solo les gusta, sino que les da una falsa sensación de seguridad sobre lo que están diciendo: “Vaya, con esta tilde nadie pensará que cuando menciono ‘solo’ estoy hablando de alguien en soledad, maravilloso”.

Y, sin embargo, compañeros, siento por esta vez no complaceros. El lenguaje nunca podrá abandonar su naturaleza inestable. Hay siempre una lucha entre nuestra necesidad de darnos a entender y la facilidad para ser malinterpretados. No he hecho esta digresión solo por subirme al mame, o quizás sí, pero a donde quería llegar es que Herencias nos recuerda todo el tiempo esa batalla interna dentro de la lengua. La claridad y consistencia que percibimos cuando leemos el apartado en prosa se vuelven de pronto ambigüedad e insinuación cuando nos pasamos al verso. Fausta camina en esa cuerda floja con un pulso admirable, sí, pero nunca subestima el peligro. De hecho, en ocasiones, se deja llevar por los equívocos, los malentendidos, los diversos sentidos de lo que está diciendo. Porque de eso también se trata escribir.

Adonde nos lleva esta obra es a cuestionar lo heredado. Fausta parece sugerir que cuando nuestros padres “nos heredan sus ojos”, en el mismo viaje nos transfieren parte de su mirada, es decir: de la manera en que conciben la realidad. Hay, desde luego, un conflicto entre esa herencia familiar y la persona que cada uno de nosotros quiere construir. Y, siguiendo esa misma línea de razonamiento, existe un conflicto entre el lenguaje heredado y nuestras propias necesidades de expresión. Fausta Gantús no solo es poeta, sino historiadora, y sabe mejor que nadie las dificultades del lenguaje para iluminar el pasado. Un pasado que a veces nos parece tan diverso como diversas sean las maneras de mirarlo. Según entiendo, no hay dos Faustas: una que investiga y otra que, a espaldas de sus colegas del Instituto Mora, escribe poesía. Creo ver, tanto en su faceta de historiadora como en la de poeta, un mismo afán de indagación, una misma curiosidad por el lenguaje, un mismo convencimiento de que contamos apenas con estas palabras, con este vocabulario limitado, para adentrarnos en una realidad que puede ser múltiple y compleja. En sus redes, Fausta es también una aguerrida defensora del lenguaje incluyente, que ella ve precisamente como la posibilidad de intervenir sobre las formas del habla, de modificar las palabras para abrirlas a nuevas realidades o a realidades ocultadas por una lengua correcta e impuesta. Es, en sintonía con su propuesta poética, una posibilidad de rebelarnos contra ciertas herencias.

“Ansiaba otra realidad”, dice Fausta en este libro que es eso mismo: una oportunidad para desdoblarnos, para desdoblar el lenguaje y encontrar ahí las múltiples miradas que nos constituyen.

Publicado originalmente en Replicante.

¿Ya todo puede ser un instrumento musical?

Para la gente de mi generación, los sintetizadores eran sinónimo de mala música. Demasiado pop ochentero nos había llevado a aborrecer los sonidos procesados, en beneficio de las guitarras, las baterías y los bajos, más auténticos, según nosotros, porque reproducían notas “de verdad”. Aunque de vez en cuando perdonábamos a algunos excéntricos de los teclados como los miembros de Kraftwerk, pocas cosas nos parecían más ridículas que el sintetizador con forma de guitarra, acaso porque pretendía fusionar un instrumento con su simulación. En plena hegemonía del rap, más de un amigo se sintió reivindicado con el aviso que Rage Against The Machine colocó en su álbum homónimo de 1992: “No se usaron sampleos, teclados o sintetizadores para la grabación de este disco”.

Bien mirado, el prejuicio contra los aparatos de ese tipo se alimentaba de la idea mucho más profunda y problemática de qué es un instrumento musical y, por ende, quién merece ser llamado un instrumentista. Un niño que tome clases de piano despertará esperanza generalizada, pero el mismo niño aprendiendo a mezclar vinilos provocará bochorno entre varios de sus allegados. Durante siglos, el dominio de un instrumento musical estuvo asociado al refinamiento si formabas parte de la nobleza, al ascenso social si trabajabas como músico o a obtener marido si eras un personaje de Jane Austen. Todo lo cual deja en claro que, como utensilios extraños y al mismo tiempo familiares, la flauta, el piano o el violonchelo habían servido para otorgar un aura especial a quien supiera manejarlos.

En su libro El instrumento musical, el profesor de estética en la Universidad de Lille Bernard Sève intenta explicar no solo el componente social de los instrumentos sino sus implicaciones filosóficas. Para Sève la proliferación de objetos musicales hechos de tamaños, materiales, piezas y métodos de elaboración tan distintos son un logro de la técnica y, a la vez, un triunfo de la imaginación. Un saxofón puede ser el medio por el cual una pieza de Coltrane se vuelve real, pero también una maquinaria demasiado ingeniosa para algo tan inútil como producir sonidos. A partir de esa condición, el filósofo formula una serie de tesis –“el instrumento musical es universal”, “la música es el único arte que se sirve de instrumentos”– que lo muestran como un pensador audaz… y tal vez demasiado engolosinado con sus categorizaciones. A pesar de sus empeños por ligar el arte musical con la materialidad, Sève se detiene precisamente en aquellos objetos que ponen en crisis el papel privilegiado del instrumentista: a saber, los sintetizadores, los samplers y las computadoras.

Por su parte, en un libro también llamado El instrumento musical, el doctor en composición y electroacústica por la Universidad de Columbia Wade Matthews agarra al toro por los cuernos y afronta el problema, no solo desde disciplinas como la etnomusicología o la psicología, sino tomando en cuenta la experiencia real de los músicos. En la discusión acerca del papel y significado de los instrumentos musicales, poner a la par los artefactos acústicos, los electrónicos y los digitales propicia en este volumen preguntas mucho más sugerentes y cercanas al uso práctico de los instrumentos que las formuladas por Sève. ¿A qué nos referimos cuando decimos que un músico domina un instrumento? ¿Es posible comparar a quien toca apegado a una partitura con quien interviene las canciones a veces dejándolas irreconocibles? ¿Cómo incide el instrumento y sus particularidades en la creación de una obra?

Uno de los momentos más brillantes del libro es cuando Matthews aborda los vínculos entre escritura y sonidos, para ilustrar los límites de las partituras y, yendo todavía más lejos, el universo excesivamente acotado de la música tradicional. Más que sonidos, la partitura deja asentadas “relaciones” de altura, como la que se da entre un do y un mi, o de duración, como la que hay entre una redonda y una corchea, que hacen posible tocar una pieza de Bach, incluso si cualquiera de sus notas era notablemente más grave para su época que para la nuestra. Las revoluciones analógica y digital, asegura Matthews, posibilita inscribir sonidos, además de las relaciones entre ellos, lo que obliga a un nuevo vocabulario y a abrir los oídos a una paleta sonora que habíamos dejado fuera porque no podíamos registrarla sobre el papel pautado.

Hay un componente paradójico en la música –y, por extensión, en la fabricación y ejecución de instrumentos musicales– que no hay que pasar por alto. Es verdad que, a lo largo de la historia, los instrumentos han retado al cuerpo humano a tal grado que figuras como Vladímir Horowitz o Buddy Rich parecen demostrar habilidades sobrehumanas y, sin embargo, también es cierto que el mejoramiento tecnológico de los instrumentos ha ocasionado que cada vez más personas se interesen por ellos. Según el musicólogo Trevor Hebert, la proliferación de bandas de metales en el siglo XIX, debida en parte a la producción en serie de instrumentos con válvulas y en parte a su facilidad respecto a las cuerdas, constituyó “una de las transformaciones sociológicas más destacables de la historia de la música”. Un papel similar cumplió, un siglo más tarde, la guitarra eléctrica –atractiva y cómoda de tocar– que llevó a millones de adolescentes a componer canciones y soñar con el estrellato. Matthews sigue la pista a este proceso hasta sus etapas más revolucionarias: la invención del transistor y posteriormente del microprocesador, en la segunda mitad del siglo XX, que sentarían las bases de la actual música digital. Este cambio, explica Matthews, no solo pondría en crisis “nuestra idea de qué y cómo se define un instrumento musical, sino también de cómo se toca e incluso de qué es tocar”.

El autor presenta la fértil historia de la música electrónica –de las cintas manipuladas por Stockhausen a los experimentos hechos por músicos ciegos como Luis Fernando Zepeda y Ernesto Hill Olvera, ambos mexicanos– para ilustrar cómo una misma etiqueta arropó invenciones y proyectos de la más diversa índole. Uno podría perderse entre tantas páginas dedicadas a semiconductores y circuitos integrados, o a las diferencias entre la síntesis granular y la síntesis modelada por tablas de ondas, pero Matthews se abre paso entre toda esa terminología, más propia de la escuela de ingeniería que del conservatorio, gracias a una visión amplia, informada y comprensiva, capaz de vincular las innovaciones tecnológicas con los propósitos musicales que crecieron con ellas.

Pensar en máquinas creativas programadas para responderle a un violinista o en la composición de obras que obliguen a inventar instrumentos nuevos dibuja un mundo totalmente ajeno para quienes pasamos la secundaria aprendiendo el Himno a la alegría en una flauta Yamaha. Sin embargo, es un hecho que aparatos de esa clase conviven con trompetas, guitarras y clarinetes en la creación musical contemporánea. Ante la variedad de instrumentos, pero también ante la riqueza de formas de interactuar con ellos, cabe preguntarse –como lo hace el compositor e investigador Atau Tanaka– si la palabra “instrumento”, mas que fijar un tipo de objeto musical, funciona en realidad como “una metáfora útil que define contextos creativos para la tecnología, delimita exigentes escenarios de uso y vincula la innovación con la tradición artística”.

Llama la atención que algunos compositores electrónicos, fabricantes además del hardware para sus obras, pongan ahora reparos a la hora de usar programas de computadora. “Parece que construyes instrumentos potencialmente longevos”, dice la música e inventora Jessica Rylan a propósito de su trabajo con los conductores analógicos. “Estás fuera de la mentalidad que dicta que hay que comprar un nuevo ordenador portátil cada dos años, porque, si no, tu ordenador será demasiado lento para realizar los últimos procesos complejos de audio digital”. Ante esa perspectiva fría y poco emocionante, Rylan ama tocar los sintetizadores clásicos que parecen “más como una guitarra, un instrumento”, dando un giro inesperado a la premisa con la que inicié este artículo. Inmersos en la vorágine digital de nuestros días, los artefactos que hasta hace unas décadas hacían levantar la ceja de algunos músicos han terminado por verse como instrumentos en toda regla, si no es que como reliquias de la edad antigua.

Publicado originalmente en Letras Libres.

¡Cantinflas, al set!

Por SALVADOR NOVO

Me habían dicho: Cantinflas y Medel son una calamidad. Durante la filmación de Águila o sol, hubo que ponerles unos detectives detrás, para que al salir del Follies los localizaran, supieran dónde hallarlos a la mañana siguiente y los llevaran, casi a la fuerza, a los estudios. Una vez retardaron todo un día la filmación —a ocho pesos minuto—. El productor estaba que echaba lumbre… Y además, no se aprenden nunca una línea de su diálogo. Frente a la cámara, simplemente improvisan, y la historia sale adelante como puede…”

No era, pues, muy envidiable mi situación de “productor asociado”, con la obligación de realizar una película en que las estrellas eran estas dos calamidades. Don Felipe Mier se hallaba en Nueva York y no regresaría sino hasta que yo tuviera lista una película que, en principio, tendría que llamarse, bastante extrañamente, Los dos mosqueteros. Yo, por mi parte, no tenía más experiencia cinematográfica que la adquirida durante la preparación y la filmación de otras dos películas, Perjura y El capitán aventurero —y estas dos experiencias, lejos de tranquilizarme con respecto a la facilidad de confeccionar diversión colectiva, me habían hecho probar los sinsabores de los días y las noches entre enervantes luces fuertes y frente a enervados caracteres de todos los matices—.

Quien haya leído, por ejemplo, We Make the Movies, o quien sin este requisito, posea alguna experiencia en el sánctum del cine, sabe que el fuego inicial de este arte industrioso se origina en el cerebro del productor. Es él quien llama a su productor asociado, si lo tiene, y le dice, verbigratia: “Tenemos contratados a Cantinflas y a Medel, y el término de su contrato ya está próximo. Los dos mosqueteros es un buen título de película. Pero por otra parte, el género de misterio (el productor dice spooky, para mayor claridad) es un género taquillero. Necesitamos, pues, pensar una película en que aparezcan Cantinflas y Medel, que se llame Los dos mosqueteros y que sea spooky. Creo que mañana me puede usted presentar una sinopsis”.

El productor, sin embargo, has a heart, y el “mañana” se pospone hasta el día que humanamente es posible presentarle a discusión la sinopsis. En el caso específico de Los dos mosqueteros, a mi natural recelo con respecto a la capacidad de disciplina de las estrellas se unía una repugnancia invencible por el título. Me parecía que de mantener unidos a Cantinflas y a Medel como lo estuvieron en Águila o sol, no se lograría otra cosa que perpetuar en la pantalla una pareja que no viene a ser, en resumidas cuentas, más que una sola entidad verdadera —especie del clown y el director del circo que le saca los chistes—. Pensé pues una historia en que los halláramos desvinculados, opuestos, bien diversificados, y a prueba sus respectivos talentos al engarzarlos con varios otros personajes de fuerza igual o semejante a la suya; en una historia en que el viejo “estrellato” quedara subordinado al interés episódico que todos los personajes contribuyeran por igual a crear y a mantener. Una vez lista la sinopsis, el productor la entregó a un director, que directamente la transformó en un shooting script del que nunca me perdonará Joe Benavides, mi eficaz maestro en achaques de tratamientos cinematográficos, que lo haya puesto a extraer de nuevo una sinopsis —que finalmente desechamos para volver a la originalmente aprobada por don Felipe Mier, con una serie copiosa de enriquecimientos de detalle—.

Chano Urueta aguardaba impaciente las alrededor de 10 hojas diarias de diálogo que salían de mi portátil y que a la mañana siguiente nos traía diluidas en emplazamientos. Sets y trajes se hallaban ya en confección, y don Luis Castillo Ledón me había concedido ya permiso para filmar en el Museo Nacional. Orellana, nuestro triunfal Carrasquilla de El capitán aventurero, aplicaría esta vez su versátil talento a encarnar a un arqueólogo misterioso, padre de una bonita chica —papel en que Elia D’Erzell, hija de la urgente Catalina, se probaría—. Necesitábamos también a un indígena lúgubre y espantable, que hallamos en Max Langle. La muchacha del caso sería Elenita D’Orgaz, nuestra Carmen de Perjura. Pero no le hallábamos novio. Ya en la vida real ella lo tenía, y días después del wrap it up final de la película, se casaría con él. Pero necesitábamos un galán inédito para ella. Un chico que encarnara con naturalidad y simpatía a un periodista. Revisé retratos, conversé con aspirantes, y llegué, sin gran convicción, a contratar a uno. Pero mientras llegaba el día de los ensayos, y el joven contratado en principio para el papel “daba sus vueltas”, verifiqué con horror que sufría caspa y que este padecimiento le confería un aire de gran tristeza. Lo indemnizamos y prescindimos de los servicios que aún no nos prestaba.

Me habían hablado del hijo del doctor Perrín, de su afición por la crítica y por el arte, y de que acababa de filmar una película. Y seguro de que su cuna y su cultura garantizaban gran parte de su aptitud, rogué al doctor Perrín que me pusiera en contacto con su hijo. Al doctor no le gusta que Tomás trabaje en el cine. A punto de recibirse de abogado, como se recibió ya para estas fechas, le había dicho que prefería que ganara 200 pesos mensuales en su bufete que 2000 en el cine. “Sí, papá —le replicó Tomás—, pero ¿qué tal si son 20000?”

Vino Tomás a la CISA y aceptó el papel. Con Matilde Corell para un papel cómico de solterona infantilizada y coqueta, ya teníamos completo el reparto. Entonces vinieron, separadamente, Cantinflas y Medel por su script.

Alguien les había dicho que sus papeles en la película no eran propiamente estelares, y me abordaron con recelo. Yo les hice ver como mejor pude la inconveniencia de hacerlos cargar con el “romance” y las ventajas, para ellos y para la película, de conferirles en cambio el comedy relief de una historia fundamentalmente spooky. Me empeñé en demostrarles lo bueno que sería para su carrera respectiva romper la monotonía de su pareja y enlazarlos durante el film con todos los demás personajes. Todavía no muy convencidos, llegó el primer día de rodaje con llamado para las 8 a. m. Nadie creía que se presentarían puntualmente; el Follies los desvelaba hasta las dos de la mañana. Sin embargo, a las ocho en punto estaban ya en el estudio, caracterizados y listos para el primer disparo de la cámara.

Durante las cuatro semanas con horas extras que duró la filmación, ni una sola vez tuvimos que esperar a causa de ellos. Aunque nuestra dolorosa obligación era dejarlos marcharse a las siete de la noche al Follies, muchas veces fue el público de ese teatro quien los aguardó. A medida que progresaba el film y que veíamos rushes, Cantinflas y Medel se encariñaban con la película y se superaban en sus escenas. Y entre una y otra, conversaba yo con Cantinflas —a quien llamaba siempre Mario— y procuraba profundizar en su interesante psicología.

Cantinflas es un niño grande y afortunado. Difícilmente se encontrará una persona más buena que él, de mejor “corazón”. Un buen día se encontró con que su dislogia hacía gracia y se hizo pagar caro por hablar confusamente. A partir de ese día, tuvo cuanto hubiera soñado, pero la calidad de sus sueños no demuestra sino su condición de niño grande y bueno. Un psicólogo diría que en Cantinflas se expresan a la vez el subconsciente del pueblo mexicano y el subconsciente personal de Mario Moreno; aquél, porque si alguna feliz vinculación con el público justifica el éxito del personaje creado por este espontáneo artista, ésta reside en el hecho de que Cantinflas se entiende con sus interlocutores precisamente como el pueblo de México se entiende, o sea con palabras que no guardan entre sí una relación lógica y consciente, sino que son el símbolo verbal mediante el que los subconscientes de dos interlocutores se ponen en contacto y se comprenden. Y el subconsciente personal de Mario Moreno se expresa en las satisfacciones que el triunfador y bien pagado ídolo del público le procura al niño ignorado y pobre, triste y escéptico, que sobrevive y triunfa en Cantinflas. Me llevó a su casa, furiosamente nueva, con muebles rabiosamente caros y radios en todas las habitaciones, en su gran automóvil que llevaba el radio encendido. Pero no había en ello ninguna pedante ostentación. Era el niño, feliz de enseñar sus juguetes, que vive en el hombre contento de poder ofrecer a su familia comodidades que él no disfrutó. A su madre le ha hecho otra casa en que nada le falta. En la que yo visité, Cantinflas vive con su esposa y con su esposa viven su madre, su hermana, su padre, sus sobrinos —una colección de rusitos rubios que adelantan sus cabezas a la caricia de su “tío Mario”— y un chico recogido de la calle por Mario, y que le llama papá. Adora a su guapa esposa, y en aquel comedor al que llegaron a sentarse hasta nueve personas inesperadas y heterogéneas, sentí que por primera vez me encontraba frente al ambiente cautivador, irreal, humano, generoso de Vive como quieras.

Chano era la única persona de su familia a quien yo no había tratado. Es también el primer director que en ningún instante resintió mi intervención, y con el que todo el grupo de personas surtidas que tomamos parte en la filmación, marchó sobre ruedas desde el primero hasta el último día. Prevalecía en el set una armonía y un espíritu de colaboración tan raros como indispensables bajo la égida de la primera autoridad, que es allí el director, y que Chano Urueta sabía ejercer con talento dúctil, con buen humor y paciencia y, cuando era necesario, con tres o cuatro insolencias pronunciadas perfectamente a tiempo. El grave problema del lenguaje de Cantinflas, de su verbosidad irrefrenable, más bien, recibió de Chano la más feliz solución. Habituado al teatro, Cantinflas se suelta hablando frente a la cámara, y ya pueden correr 200 pies de película, que él no deja que su interlocutor lo interrumpa y lo encauce hacia el diálogo que la escena requiere. Chano frunció el ceño y recurrió a un ardid. Claro es que el diálogo que le habíamos escrito a Cantinflas era tan dislógico como el auténtico suyo, pero después de todo necesitaba llevarnos a alguna parte de la historia, y lo general era que él se desviara. La velocidad que Chano supo darle al script, y que es uno de los mayores méritos de El signo de la muerte, corría el riesgo de paralizarse en detrimento del film si se dejaba a Cantinflas decir todo lo que se le ocurría. Entonces Chano, sin decírselo a nadie, lo obligó a pronunciar en cada toma una frase inicial fija, después de dicha la cual le dejaba en libertad de improvisar cuanto quisiera, a condición de que al terminar su ad lib dijera, otra vez, una pequeña frase invariable. Nadie lo sabía, pero de esa manera, el diálogo de Cantinflas, con esas dos frases fijas —la inicial y la final— daba todo lo que la película necesitaba; si la improvisación de en medio no era excesiva, resultaba brillante, se dejaba. Si manifiestamente sobraba, las afiladas tijeras del señor Noriega la expulsarían de la secuencia sin dañar en lo mínimo, ni la actuación de Cantinflas, ni la película.

Creo, sinceramente, que en El signo de la muerte —como al fin vino a llamarse una historia congruente con su título— nos ha quedado una película muy redonda. Nuestro estricto editor, José Noriega, opina que nunca antes de ahora había lucido como en ella la actuación de Cantinflas y de Medel, que de una pareja cómica nacional, se truecan de hoy más en un team internacional. Todos los actores trabajaron a gusto —Orellana, Elenita, Perrín (tan fino, tan inusitadamente caballeroso, que al final de la filmación sorprendió a su maquillista y a su novia transitoria haciéndoles valiosos regalos), la tía Mati, Langle, Arvide, Elia D’Erzell—. Después del estricto primer corte, y de los que siguieron, no nos quedaba más problema que el de la música de fondo. Aunque no aparece un solo charro en El signo de la muerte, se trata sin embargo de una película mexicana por todos lados. Pero presenta un mexicanismo inédito en el cine nacional: el fundamental, precortesiano mexicanismo de las leyendas contenidas en los códices y en los monumentos arqueológicos. Vemos en ella, por primera vez, ídolos, pirámides —todo el rico salón de monolitos del Museo Nacional—, y nos asomamos después a los ritos aztecas que un arqueólogo raro quiere resucitar en pleno 1939. Llena de viva acción, la película necesitaba sin embargo una música descriptiva que no cualquiera podría escribir —con teponaxtles, huehuetls, caracoles—. Entonces pensamos en Silvestre Revueltas. Por muchos modos, Silvestre Revueltas es a Carlos Chávez como José Clemente Orozco es a Diego Rivera. Revueltas había escrito música para algunas películas —Vámonos con Pancho Villa, la primera, de la cual me decía el señor Noriega que era la música descriptiva más perfecta que él había escuchado grabada en película alguna—. Yo recordaba que Redes se exhibía en París más por la música de Revueltas que por el film mismo. Lo busqué, le enseñé la película, aceptó escribir su música, y estoy seguro de que con este último y fundamental enriquecimiento, la CISA —esta Metro Goldwyn Mier de Mexico— ha redondeado un triunfo más de su producción 1938-1939, que empezó tan halagadoramente con Perjura, siguió con El capitán aventurero y ahora ofrece en El signo de la muerte un nuevo ángulo de auténtico mexicanismo cinematográfico y una película de “gusto” universal —obra realizada con ganas y aptitud y con la contribución cuidadosa de lo mejor que pudimos hallar para hacerla—.

Publicado originalmente en Hoy, 23 de diciembre de 1939.
Tomado de Viajes y ensayos, II. Crónicas y artículos periodísticos (FCE, 1999).

La soledad del escucha

Sabemos la fecha en que a Schubert le cambió la voz porque su maestro de canto anotó en una partitura: “Franz Schubert ha soltado un gallo por última vez, 26 de julio de 1812.”

Cuando Leonard Bernstein tenía 16 años montó una versión amateur de Carmen de Bizet con amigos de su edad en Sharon (Massachusetts), el pueblo a donde iba a vacacionar. Junto con un compañero de la escuela reescribió las letras para usar referencias locales y consiguió un piano maltrecho para la música. Decidió también que los papeles de los hombres los desempeñaran mujeres y viceversa. Leonard la hizo de Carmen, “con una peluca roja y una mantilla negra y con varios vestidos de gasa que me prestaron los vecinos de Lake Avenue, a través de los cuales se veía mi ropa interior”. La entrada costaba 25 centavos. Asistieron 200 personas.

En sus años de esplendor, Franz Liszt viajaba con un pasaporte, concedido por las autoridades austríacas, que decía: Celebritate sua sat notus (‘De sobra conocido por su fama’).

Glenn Gould sobre: Gilbert y Sullivan (“los aprecio en pequeñas dosis”), el minimalismo (“aburrido a más no poder”), el rock (“insultante”), Rajmáninov (“absolutamente intolerable”), Scarlatti (“suciedad mundana”), La consagración de la primavera (“profundamente ofensiva”), Historia de un soldado (“un bodrio”).

A lo largo de su vida Beethoven padeció sordera, colitis, reuma, tifus, problemas de la piel, abscesos, gran variedad de infecciones, degeneración inflamatoria de las arterias, ictericia, hepatitis crónica y cirrosis hepática.

El día en que Alma Mahler sintió que iba a dar a luz a su primera hija, Gustav mandó a llamar a la comadrona y, mientras su esposa se retorcía del dolor, intentó calmarla leyéndole pasajes de Kant en voz alta. “El sonido monótono de la lectura era para volverme loca”, anotó Alma en su diario. “Además, no podía comprender nada de lo que leía”.

Richard Wagner difundió el rumor de que Brahms cazaba a los gatos que pasaban por la ventana de su apartamento en Viena: “Después de atravesar a las pobres bestias –escribió–, las arrastraba hasta su habitación como si se tratase de un pescador de truchas. A continuación, escuchaba ávidamente los últimos gemidos de sus víctimas y anotaba cuidadosamente en su cuaderno sus observaciones ante mortem”. A pesar de lo exacto de su descripción, Wagner nunca visitó a Brahms ni existe evidencia de sus afirmaciones.

Al intentar cruzar la frontera austríaca, dos oficiales de aduanas le preguntaron a Haydn su profesión. El músico respondió: Tonkünskler, compositor –literalmente, “artista de los sonidos”–. Uno de los oficiales no entendía de qué estaba hablando y su compañero le explicó: “Es alfarero”, convencido de haber escuchado Thonkünstler, “artista del barro cocido”. “Precisamente eso”, ratificó Haydn.

Wagner también le insinuó al médico de Nietzsche que los males de su paciente eran producto de la masturbación.

La primera advertencia de copyright musical se encuentra en una colección de motetes del compositor judío Salomone Rossi, editada en Venecia en 1623, que a la letra dice: “Nosotros, los abajo firmantes, decretamos por la autoridad de los ángeles y la palabra de los santos, invocando la maldición de la mordedura de la serpiente, que ningún israelita, dondequiera que esté, puede imprimir la música contenida en esta obra de ninguna manera, en su totalidad o en parte, sin el permiso del autor antes mencionado.”

En el siglo VIII, el Concilio de Cloveshoe prohibió a los benedictinos que dejaran entrar a “poetas, arpistas, músicos y bufones” a sus monasterios.

Arthur Rubinstein, sobre las razones para no escuchar a otros pianistas: “Si tocan mal, me siento fatal; si tocan bien, me siento peor”.

Carta de Friedrich Engels a su hermana sobre el ídolo del momento: “El señor Liszt ha estado aquí y ha hechizado a todas las damas con su forma de tocar el piano. Las damas de Berlín estaban tan atontadas por él que durante uno de sus conciertos hubo una pelea encarnizada por tomar posesión de un guante que él había dejado caer, y hay dos hermanas que ahora son enemigas de por vida porque una de ellas le arrebató el guante a la otra. La condesa Schlippenbach llenó su bote de colonia con el té que el gran Liszt se había dejado en una taza, después de haber vertido la colonia por el suelo. […] Dicho sea de paso, por aquí Liszt debe de haber ganado al menos 10 mil táleros y la cuenta de su hotel ascendió a 3 mil táleros, aparte de lo que se gastó en las tabernas. Es un pedazo de hombre, así te lo digo. Se bebe veinte tazas de café al día, cada taza de unos 50 gramos de café, y diez botellas de champán, de lo cual se puede concluir con bastante certeza que vive en una especie de neblinosa borrachera permanente.”

De acuerdo con Séneca, el tripudium era “el estilo masculino con que los hombres antiguos solían bailar en los momentos de ocio o durante las festividades sin correr el riesgo de perder la dignidad, ni siquiera si los veían sus enemigos”.

El día en que enterraron a Beethoven, un desconocido se acercó al sepulturero para ofrecerle dinero por la cabeza del compositor.

Luego de improvisar sobre un aria de Las bodas de Fígaro, Mozart se levantó bruscamente del piano, saltó hacia donde se encontraban las sillas y mesas y se puso a maullar como un gato, asegura Karoline Pichler, presente en la sala.

El pianista Oscar Peterson al chofer del autobús en el que viajaba: “¿Podría conducir un poco más rápido o un poco más lento? No puedo dormir si el motor suena en Si natural”.

Versos de Erik Satie contra Debussy, publicados póstumamente en La Semaine musicale, el 11 de noviembre de 1927:

Los mandamientos del catecismo del conservatorio
I. Solo a Diosbussy adorarás
y copiarás perfectamente.
II. Nunca melódico serás,
ni voluntaria ni involuntariamente.
III. Siempre de hacer planes te abstendrás
para componer más fácilmente.
IV. Con gran esmero violarás
las reglas válidas antiguamente.
V. Quintas paralelas usarás,
y octavas, sí, constantemente.
VI. Nunca, resuelvas, pero jamás,
ninguna disonancia, aunque te tiente.
VII. Ninguna pieza nunca concluirás
con un acorde consonante y prudente.
VIII. Acordes con novenas acumularás
al máximo, indiscriminadamente.
IX. La armonía perfecta no desearás,
solo la que el matrimonio en ti fomente.

Cuenta Nadia Boulanger que una vez vio a Stravinski agarrando de las solapas a un pobre hombre:
–Pero, señor Stravinski, no entiendo por qué tenemos que discutir así, si opino lo mismo que usted.
–¡Sí, pero por razones equivocadas, porque usted no tiene la razón!

El antiguo presidente de la organización Estudiantes para una Sociedad Demócrata (SDS), Todd Gitlin, recuerda haber presenciado una reunión de jóvenes activistas en Berkeley que pudo haber terminado con los participantes cantando a una sola voz “Solidarity Forever”, el himno sindical más significativo de Estados Unidos. La poderosa imagen se vio ensombrecida por el hecho de que casi nadie se sabía la canción, de modo que poco a poco la tonada se fue transformando en “Yellow Submarine”, un tema que, en la apreciación más bien resignada de Gitlin, “podía entenderse como una comunión entre jipis y activistas, estudiantes y no estudiantes”.

Lenin, después de escuchar la Appassionata, de Beethoven: “Podría escucharla todos los días. ¡Qué música asombrosa, sobrehumana! Me hace sentir orgulloso, ingenuamente, de que la gente pueda crear tales milagros”.

Y más adelante: “Pero no puedo escuchar música a menudo; me altera los nervios. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas, y dar palmaditas en la cabeza a la gente que, viviendo en este sucio infierno, pueden crear tanta belleza.”

Y después de pensarlo un poco mejor: “Hoy día no se puede acariciar la cabeza de nadie, pueden arrancarte la mano de un mordisco. Hay que golpear esas cabezas sin piedad. Aunque, idealmente, estemos en contra de cualquier clase de violencia. Sí… tengo un trabajo endiabladamente difícil.”

–¿Por qué no tocas veintisiete vueltas en lugar de veintiocho? –solía reclamarle Miles Davis a John Coltrane a propósito de sus larguísimas improvisaciones.
–Es que me meto en esto y me engancho y no sé cómo parar –contestaba el otro.
–¿Y si pruebas a sacarte el saxo de la boca?

Según algunas versiones, se oyeron silbidos a medio funeral de Stalin porque, en la ceremonia, Sviatoslav Richter no paraba de tocar una fuga de El clave bien temperado de Bach.

Busoni acerca de la Hammerklavier de Beethoven: “La vida de un hombre es demasiado corta como para aprender esa maldita sonata”.

De un informe laboral sobre Bach: “Muestra poca inclinación al trabajo”.


Fuentes: 1. Locos por la música: La juventud de los grandes compositores, de Ulrich Rühle (Alianza, 2013); 2. Music Was IT: Young Leonard Bernstein, de Susan Goldman Rubin (Charlesbridge, 2018); 3. El triunfo de la música: Los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad, de Tim Blanning (Acantilado, 2011); 4. Vida y arte de Glenn Gould, de Kevin Bazzana (Turner, 2007); 5. Beethoven: Tormento y triunfo, de Jan Swafford (Acantilado, 2017); 6. Alma Mahler: Un carácter apasionado, de Cate Haste (Turner, 2020); 7. El pequeño gran libro de la ignorancia, de John Lloyd y John Mitchinson (Paidós, 2008); 8. Apuntes biográficos sobre Joseph Haydn, de Georg August Griesinger (Turner, 2011); 9. Wagnerismo: Arte y política a la sombra de la música, de Alex Ross (Seix Barral, 2021); 10. La música: Una historia subversiva, de Ted Gioia (Turner, 2020); 11. Ibid.; 12. El piano: Notas y vivencias, de Charles Rosen (Alianza, 2014); 12. Sound System: El poder político de la música, de Dave Randall (Katakrak, 2018); 13. Gioia, Op. Cit.; 14. Swafford, Op. Cit.; 15. El último año de Mozart, de H. C. Robbins Landon (Siruela, 2005); 16. Too Marvelous for Words: The Life and Genius of Art Tatum, de James Lester (Oxford University Press, 1994); 17. Repertorio de vituperios musicales, de Nicolas Slonimsky (Taurus, 2016); 18. Mademoiselle: Conversaciones con Nadia Boulanger, de Bruno Monsaingeon (Acantilado, 2018); 19. Los Beatles vs. Los Rolling Stones, de John McMillian (Indicios, 2014); El ruido eterno: Escuchar al siglo XX a través de su música, de Alex Ross (Seix Barral, 2009); 21. Oídos que no ven: Contra la idea de música intelectual, de Mariano Peyrou (Taurus, 2022); 22. Por el camino de Richter, de Yuri Borísov (Acantilado, 2015); 23. Ibíd.; 24. La música en el castillo del cielo: Un retrato de Johann Sebastian Bach, de John Eliot Gardiner (Acantilado, 2015).

Publicado originalmente en Letras Libres.

Bach in the U.S.S.R.: la música clásica bajo Lenin y Stalin

El 26 de enero de 1936, Dimitri Shostakóvich se vio obligado a asistir a una nueva representación de su ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk en el Teatro Bolshói. La obra sobre el amor de una mujer rica con uno de sus siervos había sido estrenada dos años antes, pero esta nueva función tendría como invitado de honor al camarada Stalin, cuya comitiva había ocupado un palco encima de la sección de metales. El nerviosismo que sintieron el compositor, el director y la orquesta estaba más que justificado, en vista de que Stalin era un melómano de “gustos limitados, pero no vulgares”, que –según apunta Alex Ross en El ruido eterno– “controlaba todas las grabaciones realizadas en la Unión Soviética, escribiendo juicios en las carátulas (‘bueno’, ‘mediocre’, ‘malo’ o ‘basura’)”. La mayor parte de los testimonios aseguran que la comitiva oficial se salió antes de que terminara la obra.

Días más tarde, el periódico oficial del Partido Comunista, Pravda, publicó un editorial en el que catalogaba a Lady Macbeth de “caos en vez de música”. El texto abundaba en expresiones poco halagadoras como “corriente confusa de sonidos”, “ritmo salvaje” o “chirriante ruido” y el anónimo redactor –que no era el propio Stalin como muchos habían supuesto– escarbaba en las razones ideológicas de aquella música para encontrar un peligroso rechazo a “la simplicidad del teatro, el realismo, la claridad de la imagen y la palabra hablada natural”. “Lady Macbeth –concluía– está obteniendo un gran éxito en los públicos burgueses de todos los lugares. ¿Es porque la ópera no es política y confunde a los que la alaban? ¿No se explica por el hecho de que adula el gusto pervertido de los burgueses con su inquieta música neurótica?”

En consecuencia, la ópera fue retirada de la cartelera y la Unión de Compositores organizó reuniones para discutir los “problemas” del arte musical soviético. El prestigioso crítico Iván Sollertinsky, amigo personal de Shostakóvich, tuvo que retractarse de sus iniciales elogios para admitir el molesto “formalismo” –una palabra que se usaba en ese entonces para denostar la experimentación formal, alejada del gusto popular– de la obra. El ataque no solo afectó el entorno del músico sino la concepción de qué debería escucharse en la Unión Soviética: atentos al mensaje oficial, los programadores de conciertos se la pensaron dos veces antes de anunciar alguna pieza de tintes modernistas en sus repertorios, convencidos de que ciertas corrientes innovadoras habían llevado a la desgracia a Shostakóvich.

Para el propio compositor, Lady Macbeth se ajustaba a la ideología soviética, nos dice Pauline Fairclough en una equilibrada biografía de 2019. No fue, sin embargo, capaz de advertir la disposición del régimen para fiscalizar no solo la trama, los personajes o las simpatías políticas de los artistas sino la materia sonora de sus obras. Esta lectura ideológica de los sonidos le acarrearía problemas a Shostakóvich con la Cuarta Sinfonía, la partitura que estaba componiendo en ese momento. Los ensayos para su estreno comenzaron en otoño de 1936 y, según Fairclough, hay muchas discrepancias acerca de por qué no logró interpretarse. Algunos testimonios señalan que el director de la Filarmónica de Leningrado Isay Renzin aconsejó al compositor retirar la obra para no atraer una segunda ola de calamidades; pero otros aseguran que fueron los mismos integrantes de la orquesta quienes empezaron a sabotear los ensayos. Shostakóvich desistió a pocos días de su estreno.

De acuerdo con Fairclough habría que leer con mayor detalle el episodio, cierto o no, de unos músicos que se sienten amenazados por las notas de una sinfonía. Para cuando el ominoso editorial contra Shostakóvich apareció en Pravda, dos de sus tres movimientos ya estaban terminados por lo que la respuesta del compositor tendría que apreciarse en su final. Conforme avanza el tercer movimiento, la Cuarta Sinfonía va adquiriendo tonos inconfundiblemente lúgubres, con alusiones al tema de la “Resurrección” de la Segunda de Mahler. Una marcha fúnebre –“devoradora, despiadada, una furiosa fuerza destructiva”, en palabras de Fairclough– toma por asalto la partitura, para dar paso a un tema hecho de fragmentos dispersos que se van mezclando y desvaneciendo. La composición, concluye la biógrafa, puso nervioso a más de un intérprete no solo por su negativa a acatar la claridad y la simplicidad que pedía el gobierno sino por volver desesperanzador un tipo de composición que idealmente representaba “el sentimiento de las masas”. Comparada con otras sinfonías, como la Duodécima de Nikolái Miaskovski, que hacía pensar en grupos de campesinos alegres cumpliendo sus labores bajo el sol abrasador, la Cuarta de Shostakóvich ponía énfasis en la oscuridad que amenazaba con cubrir todo el país.

Cuando el corresponsal de la revista New Masses Joshua Kunitz le preguntó a uno de los directores de Pravda por qué habían atacado con tanta saña a Shostakóvich, el funcionario dibujó una manera de hacer política en la que las órdenes no debían ser directas, pero el aviso era lo suficientemente claro para que todos los implicados pudieran entenderlo. “Teníamos que empezar con alguien”, reconoció. “Shostakóvich era el más famoso, y un golpe contra él tendría repercusiones inmediatas y provocaría que sus imitadores en la música y en otros campos se sentaran y tomaran buena nota.” De acuerdo con el declarante, Shostakóvich era un artista tan íntegro que un embate de esta naturaleza no podría destruirlo. “Él está consciente y todo el mundo está consciente de que no hay mala intención en nuestro ataque.”

La popularidad de Shostakóvich, dice Fairclough en su biografía, a menudo viene acompañada por cierto sentimiento de lástima. La imagen de un artista, en el punto más alto de su creatividad, sometido al poder estatal ha simplificado su vida, pero también la sociedad en la que se desenvolvió. Se ha especulado que habría escrito otro tipo de música de haberse exiliado en Occidente, pero no existe evidencia que sostenga esa opinión. “Verlo como un compositor comprometido o como un fracaso artístico –dice Fairclough– es tan insultante para Shostakóvich como gratificante para quienes todavía piensan en términos de la Guerra Fría.” Muchos se han acercado a su música impulsados por su fama de víctima trágica del estalinismo y es verdad, admite la biógrafa, que pasajes de la Quinta Sinfonía, compuesta en pleno Terror, o del Cuarteto núm. 8, escrito después de que fuera obligado a unirse al Partido Comunista, parecen confirmar esa percepción. Sin embargo, se puede trazar una trayectoria menos maniquea del artista y de la política musical de su tiempo gracias a un sano escepticismo y a la mirada puesta en los documentos.

Nuestro interés por Shostakóvich ha desdibujado también el larguísimo proceso musical que tuvo la Unión Soviética, desde el inicio de la Revolución bolchevique hasta el fin del estalinismo en 1953. A menudo se piensa que la resistencia a la música de Occidente y a la innovación formal caracterizaron a ese periodo de casi cuatro décadas, ignorando el cambiante papel que jugaron los clásicos y la experimentación para llevar a cabo el plan soviético de crear a un “hombre nuevo”. En los años veinte, Anatoli Lunacharski, al frente del Comisariado de la Ilustración, auspició algunas de las partituras más arriesgadas de su tiempo, como La fundición de acero, de Aleksandr Mosólov, que rendía culto a los ruidos industriales, o la Sinfonía para silbatos de fábrica, de Arseny Avraamov, que hizo sonar un conjunto de ametralladoras, sirenas de fábrica, bocinas de autobús y demás artilugios a ritmo de “La Internacional”. Tampoco es cierto que el país haya sido una isla en medio de un mundo interconectado. La presencia de directores extranjeros fue más rica de lo que habitualmente se admite y pocos músicos fueron, en los hechos, totalmente borrados del repertorio; una gran parte pasó más bien etapas de descrédito y rehabilitación. Como el proyecto comunista estaba pensado para permanecer por los siglos de los siglos, la pregunta de cómo tendría que ser la música de la Unión Soviética se respondía de maneras muy variadas.

Si bien con la Revolución varios músicos de valía abandonaron Rusia –Rajmáninov y Prokófiev se marcharon desde el inicio; Kuper, Médtner o Glazunov salieron después de prestar sus servicios los primeros años–, no fueron pocos los intérpretes, críticos y compositores que contribuyeron a un proyecto ilustrado que buscaba transmitir a las masas el amor por lo que hoy llamaríamos alta cultura. La propia Fairclough ha buscado en otro de sus libros –Clásicos para las masas. Moldeando la identidad musical soviética bajo los regímenes de Lenin y Stalin– hacer más compleja la fotografía de la música en la URSS y otro tanto ha hecho la historiadora Amy Nelson en Music for the Revolution. Musicians and power in Early Soviet Russia. El resultado es un panorama dinámico y en buena medida paradójico que involucra clásicos anteriores a 1910, música contemporánea, música popular y un sinfín de estrategias de adaptación.

Según Nelson, la izquierda musical de la etapa inicial de la Revolución buscó inculcar entre los trabajadores el placer por los clásicos atacando los gustos populares –como las canciones gitanas, el tango, el foxtrot, el pasodoble o el jazz–, que reflejaban con mucha mayor fidelidad lo que gran parte de los rusos tocaban, cantaban y bailaban. Estos intentos de democratización musical –a través de clases de apreciación o entradas gratis a la ópera–, que se mezclaban con un rechazo evidente hacia aquellas cosas que de verdad les gustaban a las masas, hicieron fracasar el proyecto, pero solo en el corto plazo. “Con su decisión de resolver el problema de la música ‘revolucionaria’ o ‘proletaria’ de acuerdo a qué tan accesible era y de distinguir entre estilos ‘deseables’ e ‘indeseables’ –dice la autora–, estos músicos sentaron las bases de la revolución cultural soviética” de 1929 a 1932.

Una consecuencia de esta política fue lo que Fairclough llama el “marketing ideológico de los clásicos”, una operación que buscó apropiarse del legado cultural europeo, mientras se le libraba hasta donde fuera posible de su tufo burgués. Un caso emblemático fue Bach, cuya obra en buena medida religiosa no era un simple detalle que pudiera pasársele por alto a un gobierno declaradamente ateo. Algunos críticos de los veinte vieron en el devoto Bach una “víctima de la historia”, en tanto otros denunciaron “el misticismo sentimental” que ese tipo de música podría despertar en los oyentes. Hacia 1927, ciertos autores admitieron “la beatería, la santurronería, la untuosa genuflexión ante Dios” de las composiciones de Bach, pero calificándolas también de ideológicamente inofensivas. Un crítico de la época comenzó diciendo que nadie de verdad tan religioso pudo haber procreado tantos hijos para finalizar con la interesante tesis de que las obras basadas en el Evangelio podían escucharse con el mismo placer y distancia ideológica con la que, en otros momentos, se escuchaba la música inspirada en un cuento de hadas.

Beethoven tuvo una mejor suerte, dadas sus simpatías por la Revolución francesa y el carácter “heroico” de sus obras más célebres. Desde luego, el mecenazgo del que dependía no podía ocultarse con un dedo, pero su negativa a humillarse ante la gente noble le ganó el respeto de la crítica soviética. Un momento apoteósico de esta relación fue el centenario luctuoso del compositor que coincidió, provechosamente, con el primer decenio de la Revolución rusa, por lo que se programaron conciertos conmemorativos y ciclos de conferencias, además de que una delegación de la URSS se preparó para asistir a las celebraciones en Viena. Para Lunacharski, la música de Beethoven estaba más cerca de la cultura proletaria –y, por tanto, de la agenda socialista– que casi todo el repertorio contemporáneo. De acuerdo con los musicólogos oficiales, la complejidad formal de Beethoven no era un fin en sí misma sino un vehículo para expresar el coraje y la voluntad colectivas, a diferencia de otras figuras capitales del Romanticismo, como Chopin y Schumann, que a veces fueron tachados de abstractos o individualistas, pero continuaron apareciendo en los programas de conciertos.

Los malabares argumentativos fueron comunes para lidiar con personajes problemáticos como Mozart, servidor de emperadores, o Handel, otro creyente religioso con talento. Tanto Fairclough como Nelson admiten la riqueza musical de un Estado de proclamas ruidosas, pero cuyas políticas no eran tan predecibles como podría pensarse. Sería un error atribuir todas las tendencias musicales beneficiadas por el sovietismo a la simple sumisión, porque en ocasiones había diversas fuerzas operando al mismo tiempo. El auge de la música barroca, a partir de 1935, no solo obedecía al interés político por “rescatar a Bach de los nazis” sino también a los deseos de demostrar la superioridad cultural de la URSS y al interés genuino de los músicos por llevar obras de primer nivel al mayor público posible. Fairclough asegura que ni siquiera el estalinismo llegó a ser un periodo monolítico, sino que, por un tiempo, la apreciación por la música occidental y el ascenso del nacionalismo ruso convivieron hasta la consolidación de este último. A la distancia resulta interesante que, entre 1933 y 1936, la URSS parecía ofrecer una alternativa cultural al régimen de Hitler, con su programación de la música de Schönberg o Berg, que no podían escucharse en Alemania. Por desgracia, la aparente apertura terminó de manera abrupta con el ataque de Pravda contra Shostakóvich.

Por su amplitud de miras, Clásicos para las masas sigue la pista a cómo el estalinismo de los años treinta se apropió de compositores de fuera y la manera en la que la política musical giró agresivamente hacia “dentro”. El cambio es revelador porque algunos músicos rusos, del siglo XIX, representaban precisamente un pasado contra el que se había levantado el bolchevismo. Según el historiador David Brandenberger, Stalin y sus colegas, “distanciándose de tres lustros de eslóganes idealistas y utópicos, comenzaron a rehabilitar selectivamente personalidades famosas y símbolos familiares del pasado ruso”. Aunque los grandes compositores nacionales estuvieron siempre presentes en las programaciones de conciertos, las filarmónicas de Leningrado y Moscú tuvieron que darles todavía más espacio.

Bajo esta nueva línea, Chaikovski –que años atrás había sido tachado de “ideólogo de la clase terrateniente”– se volvió, a finales de los treinta, la punta de lanza de la recuperación de los compositores rusos. La operación fue complicada porque Chaikovski no solo había sido homosexual sino un artista conservador en lo político, estrechamente vinculado a la corte de Alejandro III y que, por si fuera poco, había vertido opiniones nada favorables a organizaciones subversivas como La Voz del Pueblo. En su presentación de la correspondencia del músico, uno de los grandes acontecimientos culturales de la época, el crítico Boleslav Pshibishevski echó mano de todos los recursos argumentativos a su alcance para presentarlo como un autor que había descrito un mundo condenado a desaparecer con la Revolución. Chaikovski, aseguraba el prologuista, “había mirado a través de los ojos de una clase moribunda, y había examinado y plasmado en música su ambiente y su tiempo, no de forma estática sino dinámica”. En 1934, el mismo año de la publicación de su texto, Pshibishevski fue arrestado y condenado a tres años de prisión por homosexual.

El nuevo nacionalismo también tuvo que enfrentarse a los músicos rusos que habían salido del país. La Segunda Guerra Mundial produjo un giro inesperado respecto a Rajmáninov, uno de los primeros artistas en huir al comienzo de la Revolución y que había recibido acusaciones de “emigrado blanco”. A pesar de que, en 1931, la Asociación de Músicos Proletarios (RAPM) se comprometió a llevar a cabo “una lucha incesante” contra la difusión de su obra, a la que consideraban “reaccionaria”, Fairclough plantea que nunca existió un veto efectivo contra el compositor. Sus partituras eran parte del repertorio pianístico y, salvo en temporadas muy cortas, aparecían consistentemente en los programas de las filarmónicas. Su rehabilitación “oficial” tuvo que ver con las buenas relaciones que la URSS mantenía en tiempos de guerra con Estados Unidos, en donde Rajmáninov residía, y con algunos gestos solidarios como la serie de conciertos benéficos que el músico había ofrecido a favor de las tropas rusas. En respuesta, los musicólogos oficiales integraron a Rajmáninov a la tradición y le perdonaron su exilio, porque “sabemos que sus pensamientos jamás se apartaron de su tierra natal”, según apuntó Anatoli Solovtsov en una monografía. El hecho embarazoso de haber huido precisamente en 1917 se transformó, por arte de magia, en “sufrimiento personal y nostalgia por su patria”.

No siempre es fácil conciliar esta imagen poliédrica de la cultura bajo el régimen de Stalin que ofrece Fairclough con la eliminación de enemigos políticos, ataques a artistas desde órganos oficiales, denuncias “espontáneas”, despidos, detenciones, sentencias penales y ejecuciones que caracterizaron a las purgas de los años treinta. La musicóloga que le dedicó más de un libro a Shostakóvich, desde luego, acepta en su justa dimensión el clima opresivo de lo que se ha dado en llamar el Gran Terror, pero no oculta su intención de examinar a ras de suelo cómo funcionaba esa política en las instituciones musicales y entre los propios artistas y críticos. Se resiste, por ejemplo, a ver en las purgas y detenciones una sola acción predeterminada y prefiere hablar, siguiendo a David Hoffmann, de “una serie de operaciones relacionadas, aunque distintas entre sí”. La autora hace un esfuerzo también por encontrar los episodios en los que algún crítico, artista o burócrata no se alineaba con el discurso oficial, como sucedió con el regañado Sollertinsky, que, en medio de la larga noche estalinista, pudo hablar a favor de la tolerancia, la Ilustración y el liberalismo cuando escribió sobre La flauta mágica.

Por último, una vertiente poco explorada de la relación entre la Unión Soviética y la música clásica puede encontrarse en el testimonio de Evgenia Ginzburg, prisionera del gulag, que desde Magadán describió la manera en que la radio notificó la muerte de Stalin en 1953: “Antes y después del 5 de marzo, durante los tristes días de los funerales del Más Grande y Más Sabio, reinaba en el éter Johann Sebastian Bach. La música ocupó en los programas un espacio sin precedentes, desmesurado. Lentas, majestuosas, llenas de luz interior, las frases musicales emanaban de todos los receptores de nuestro barracón, dominando el alboroto de los niños en el pasillo y los llantos histéricos de las mujeres.” El músico que, durante el sovietismo, había transitado de ser un problema ideológico a una figura que había que arrebatar a la Alemania nazi, sirvió también para anunciar un cambio de época. El día en que los prisioneros del gulag se enteraron de la detención de Lavrenti Beria, el despiadado jefe del servicio secreto, escucharon también música de Bach en los altavoces. “Es buena señal”, le comentó Ginzburg a un compañero. “Transmiten música de Bach cada vez que están desconcertados y tienen que decir algo nuevo…” La mujer que había pasado seis años en un campo de trabajo concluye su relato diciendo: “Así es como Bach intervino en nuestros tristes asuntos terrenales.”

Publicado originalmente en Letras Libres.

El último de los punks

En marzo de 1991, el antropólogo catalán Carles Feixa asistió al tianguis cultural del Chopo con el propósito de investigar sobre las tribus urbanas del centro de México, fascinado especialmente por los Mierdas Punk, la legendaria pandilla de Ciudad Neza. En medio de ese ecosistema de jóvenes, mercancías y argot, Feixa encontró a Francisco Valle Carreño, el Iti, miembro clave de los Mierdas, con quien rápido entabló una relación de igualdad que dio como resultado veintitrés casetes con conversaciones. A diferencia de otros científicos sociales, Feixa le dejó en claro que, si bien quería conocer, grabar y editar su historia, no buscaba apropiarse de ella. El libro que resultó de todo ello no se materializó sino hasta 2022, dieciocho años después de que el Iti muriera a causa de la diabetes.

Las circunstancias que rodearon a la edición y publicación de El Iti y su banda Mierdas Punk no son un asunto menor en un volumen que recoge en primera persona las andanzas de Valle Carreño como pandillero, pensador antisistema y músico. Ese pacto de reciprocidad entre el punk y el antropólogo les otorga sentido a muchas decisiones formales, producto de una negociación entre el entrevistador y el entrevistado. La autobiografía se suma así a otros materiales que echan luz sobre los Mierdas y su época, como las películas de corte documental Nadie es inocente (1987) y la extraordinaria Nadie es inocente… veinte años después (2010), de Sarah Minter, La neta, no hay futuro (1988), de Andrea Gentile, o El nómada del subsuelo (2006), de Pablo Gaytán, esta última más una hagiografía que un documental, pero que tiene la ventaja de abarcar varios años y otras facetas del Iti –como escritor y artista del performance– que no aparecen en el libro.

En su papel de músico, poeta, lector de Proudhon, Kropotkin y Flores Magón, intermediario entre bandas rivales y víctima de la represión policiaca, el Iti ofrece una narrativa distinta al discurso oficial que ha visto en los jóvenes pandilleros un problema de “falta de educación” o simple criminalidad. Valle explica, desde adentro, la lógica de las pandillas de los ochenta, como los Mierdas o los PND, y ejemplifica, a su vez, una forma de vivir el punk más allá del espíritu autodestructivo de los Sex Pistols y demás grupos musicales que, en sus inicios, los habían inspirado. En otro de sus libros (De jóvenes, bandas y tribus, 1998), Feixa explica este tránsito de los punks mexicanos que, en una primera etapa, parecían querer acabar consigo mismos, pero que, a mediados de la década, adquirieron una mayor conciencia de su capacidad para producir cultura, a través de películas, música, murales, fanzines y poesía.

Para el Iti, Ciudad Neza era un enorme dormitorio donde las personas, más que hacer vida, se limitaban a descansar de sus jornadas laborales en la Ciudad de México y que, sin embargo, concentraba una promesa que no terminaba de cumplirse. Su familia llegó a esas tierras improductivas en el simbólico año de 1968, cuando “nadie entraba a Neza, ni nadie salía, nada más que a trabajar”. En aquella época, los cuerpos de seguridad se reducían a “una comisión de señores a los que se les daba un palo y una lámpara” y ese abandono, junto con el hecho de que algún visitante habrá acabado sus días flotando en el lago, le dio a Neza “una famita de que te matan gratis a la vuelta de la esquina”. Una exageración, de acuerdo con el músico.

Antes que una filosofía, el punk llegó a su vida como una manera de bailar y de vestirse. Cuenta que su primer encuentro con la pandilla de los Mierdas Punk fue una tocada donde “cada quien inventaba sus pasos, según dicen que eso es ser punk: mover los hombros, con la mano en alto, o como si estuvieran activando”. Además de simular que olían solventes, algunos miembros de los Mierdas fingían que “sacaban una pistola y los mataban a todos” y otros empezaban a cortarse a sí mismos frente a los demás. Para un chico de quince años, aquellos hombres con pieles de leopardo, plumas de avestruz, peinados mohicanos y agujas de seguridad atravesadas en los cachetes fueron toda una revelación. Al poco tiempo decidió unirse a la banda, porque le habían dicho que “le enseñarían a vestirse”.

Su transformación de punk autodestructivo a punk socialmente responsable no puede explicarse sin las traumáticas experiencias que tuvo con la policía, empeñada en detener a cualquier joven pobre que se apartara ligeramente de la norma. Diferentes entes policiacos –de los que el Iti hace una aguda taxonomía hacia el final de su libro– lo arrestaron, extorsionaron y golpearon en más de una ocasión. Pasó ocho meses encerrado y sin recibir sentencia en el reclusorio de La Perla, en donde conoció a muchos inocentes que purgaban condenas larguísimas y a presos sometidos a castigos inhumanos. “Salí con 19 años. Y fue otra vida. Menos de un año, pero fue otra vida.” Debido a sus habituales encuentros con la ley, los punks de Neza desarrollaron sus ideas políticas lejos de los partidos y las instituciones. A pesar de congeniar con la izquierda, en su momento le lanzaron piedras a Cuauhtémoc Cárdenas durante un mitin y callaron a silbidos a Heberto Castillo por interrumpir una tocada. En contraste, aceptaron gustosos la ayuda del PAN que en cierta ocasión los sacó de la cárcel.

En 1986, Valle Carreño fundó, junto a su amigo el Radio y otros camaradas, un grupo que mezclaba punkabilly, hardcore y música underground: el Colectivo Caótico, con el cual grabó algunos discos de título llamativo como Chupando sangre… para la gente pobre (1993). Aunque en aquellos años las bandas punketas se ponían nombres provocadores, sin ningún significado en especial –Holocausto, Caos Subterráneo, Sección Suicida y Vómito Nuclear, por mencionar algunas–, el Iti quiso darle un giro conceptual a la palabra “caótico” que, en un principio, solo representaba “el desmadre” que se traían todos sus integrantes. “El caos –se justificó después– lo provoca la cúpula y no la base de la sociedad, las gentes que se dedican a oprimir al pueblo: la policía, el ejército en las zonas rurales, la policía federal, Gobernación que es la policía política, el clero que es la policía moral, el mismo Estado.” El logotipo del grupo –una maraña en donde el ojo entrenado puede distinguir una esvástica, la A de la anarquía y un signo hippie de la paz, entre otros símbolos– quiere dar fe de las fuerzas represivas en tensión constante con el impulso de libertad. La misma mezcolanza padecen sus letras, como “Oriente Occidente”, en donde los nombres de Nerón, Gadafi, Juan Pablo II o Gorbachov se mencionan a gritos como en un pase de lista.

“No hay punk malo –dice el Iti–, porque expresas a fin de cuentas lo que sientes.” Y aunque la consigna antisistema “Hazlo por ti mismo” acoge dosis admirables de incompetencia musical –como demuestran tantísimas bandas a lo largo de la historia–, también es cierto que pone en juego otros valores artísticos o de legitimidad. “Hay grupos que hacen rolas de temática social, pero son burdas”, critica Valle para hablar de la escena de los ochenta y noventa. “También hay grupos que tienen buena música, como el Atoxxxico, pero son política e ideológicamente deficientes.” Colectivo Caótico buscó no solo equilibrar ambas exigencias sino tender puentes con otras expresiones de “Neza York”, como el muralismo de Alfredo Arcos o la poesía de Porfirio García. “La idea que teníamos Iti y yo –contó en otro momento el Radio– no era precisamente nada más una banda, porque estuvimos haciendo libros, estuvimos haciendo eventos, estuvimos haciendo revistas y efímeros pánicos.”

La posibilidad de que el Iti fuera una figura difícil de etiquetar queda de manifiesto en la última parte del libro, donde familiares y amigos hablan de lo que el poeta punk representó en sus vidas y el aura mítica que adquirió tras su muerte. El testimonio más emotivo es acaso el del escritor Sergio García Díaz, que lo vio después de su primer ingreso al hospital. El Iti –bañado y vestido de una manera muy distinta a como solía vestirse– prometió llevar un estilo de vida más sano. La siguiente vez que García se encontró con él, estaba cubierto de cuero otra vez: “No debo cambiar –le dijo, sin saber que sería la última vez que lo vería–, mi vida es así. Soy el último de los punks.”

Publicado originalmente en Letras Libres.