¡Cantinflas, al set!

Por SALVADOR NOVO

Me habían dicho: Cantinflas y Medel son una calamidad. Durante la filmación de Águila o sol, hubo que ponerles unos detectives detrás, para que al salir del Follies los localizaran, supieran dónde hallarlos a la mañana siguiente y los llevaran, casi a la fuerza, a los estudios. Una vez retardaron todo un día la filmación —a ocho pesos minuto—. El productor estaba que echaba lumbre… Y además, no se aprenden nunca una línea de su diálogo. Frente a la cámara, simplemente improvisan, y la historia sale adelante como puede…”

No era, pues, muy envidiable mi situación de “productor asociado”, con la obligación de realizar una película en que las estrellas eran estas dos calamidades. Don Felipe Mier se hallaba en Nueva York y no regresaría sino hasta que yo tuviera lista una película que, en principio, tendría que llamarse, bastante extrañamente, Los dos mosqueteros. Yo, por mi parte, no tenía más experiencia cinematográfica que la adquirida durante la preparación y la filmación de otras dos películas, Perjura y El capitán aventurero —y estas dos experiencias, lejos de tranquilizarme con respecto a la facilidad de confeccionar diversión colectiva, me habían hecho probar los sinsabores de los días y las noches entre enervantes luces fuertes y frente a enervados caracteres de todos los matices—.

Quien haya leído, por ejemplo, We Make the Movies, o quien sin este requisito, posea alguna experiencia en el sánctum del cine, sabe que el fuego inicial de este arte industrioso se origina en el cerebro del productor. Es él quien llama a su productor asociado, si lo tiene, y le dice, verbigratia: “Tenemos contratados a Cantinflas y a Medel, y el término de su contrato ya está próximo. Los dos mosqueteros es un buen título de película. Pero por otra parte, el género de misterio (el productor dice spooky, para mayor claridad) es un género taquillero. Necesitamos, pues, pensar una película en que aparezcan Cantinflas y Medel, que se llame Los dos mosqueteros y que sea spooky. Creo que mañana me puede usted presentar una sinopsis”.

El productor, sin embargo, has a heart, y el “mañana” se pospone hasta el día que humanamente es posible presentarle a discusión la sinopsis. En el caso específico de Los dos mosqueteros, a mi natural recelo con respecto a la capacidad de disciplina de las estrellas se unía una repugnancia invencible por el título. Me parecía que de mantener unidos a Cantinflas y a Medel como lo estuvieron en Águila o sol, no se lograría otra cosa que perpetuar en la pantalla una pareja que no viene a ser, en resumidas cuentas, más que una sola entidad verdadera —especie del clown y el director del circo que le saca los chistes—. Pensé pues una historia en que los halláramos desvinculados, opuestos, bien diversificados, y a prueba sus respectivos talentos al engarzarlos con varios otros personajes de fuerza igual o semejante a la suya; en una historia en que el viejo “estrellato” quedara subordinado al interés episódico que todos los personajes contribuyeran por igual a crear y a mantener. Una vez lista la sinopsis, el productor la entregó a un director, que directamente la transformó en un shooting script del que nunca me perdonará Joe Benavides, mi eficaz maestro en achaques de tratamientos cinematográficos, que lo haya puesto a extraer de nuevo una sinopsis —que finalmente desechamos para volver a la originalmente aprobada por don Felipe Mier, con una serie copiosa de enriquecimientos de detalle—.

Chano Urueta aguardaba impaciente las alrededor de 10 hojas diarias de diálogo que salían de mi portátil y que a la mañana siguiente nos traía diluidas en emplazamientos. Sets y trajes se hallaban ya en confección, y don Luis Castillo Ledón me había concedido ya permiso para filmar en el Museo Nacional. Orellana, nuestro triunfal Carrasquilla de El capitán aventurero, aplicaría esta vez su versátil talento a encarnar a un arqueólogo misterioso, padre de una bonita chica —papel en que Elia D’Erzell, hija de la urgente Catalina, se probaría—. Necesitábamos también a un indígena lúgubre y espantable, que hallamos en Max Langle. La muchacha del caso sería Elenita D’Orgaz, nuestra Carmen de Perjura. Pero no le hallábamos novio. Ya en la vida real ella lo tenía, y días después del wrap it up final de la película, se casaría con él. Pero necesitábamos un galán inédito para ella. Un chico que encarnara con naturalidad y simpatía a un periodista. Revisé retratos, conversé con aspirantes, y llegué, sin gran convicción, a contratar a uno. Pero mientras llegaba el día de los ensayos, y el joven contratado en principio para el papel “daba sus vueltas”, verifiqué con horror que sufría caspa y que este padecimiento le confería un aire de gran tristeza. Lo indemnizamos y prescindimos de los servicios que aún no nos prestaba.

Me habían hablado del hijo del doctor Perrín, de su afición por la crítica y por el arte, y de que acababa de filmar una película. Y seguro de que su cuna y su cultura garantizaban gran parte de su aptitud, rogué al doctor Perrín que me pusiera en contacto con su hijo. Al doctor no le gusta que Tomás trabaje en el cine. A punto de recibirse de abogado, como se recibió ya para estas fechas, le había dicho que prefería que ganara 200 pesos mensuales en su bufete que 2000 en el cine. “Sí, papá —le replicó Tomás—, pero ¿qué tal si son 20000?”

Vino Tomás a la CISA y aceptó el papel. Con Matilde Corell para un papel cómico de solterona infantilizada y coqueta, ya teníamos completo el reparto. Entonces vinieron, separadamente, Cantinflas y Medel por su script.

Alguien les había dicho que sus papeles en la película no eran propiamente estelares, y me abordaron con recelo. Yo les hice ver como mejor pude la inconveniencia de hacerlos cargar con el “romance” y las ventajas, para ellos y para la película, de conferirles en cambio el comedy relief de una historia fundamentalmente spooky. Me empeñé en demostrarles lo bueno que sería para su carrera respectiva romper la monotonía de su pareja y enlazarlos durante el film con todos los demás personajes. Todavía no muy convencidos, llegó el primer día de rodaje con llamado para las 8 a. m. Nadie creía que se presentarían puntualmente; el Follies los desvelaba hasta las dos de la mañana. Sin embargo, a las ocho en punto estaban ya en el estudio, caracterizados y listos para el primer disparo de la cámara.

Durante las cuatro semanas con horas extras que duró la filmación, ni una sola vez tuvimos que esperar a causa de ellos. Aunque nuestra dolorosa obligación era dejarlos marcharse a las siete de la noche al Follies, muchas veces fue el público de ese teatro quien los aguardó. A medida que progresaba el film y que veíamos rushes, Cantinflas y Medel se encariñaban con la película y se superaban en sus escenas. Y entre una y otra, conversaba yo con Cantinflas —a quien llamaba siempre Mario— y procuraba profundizar en su interesante psicología.

Cantinflas es un niño grande y afortunado. Difícilmente se encontrará una persona más buena que él, de mejor “corazón”. Un buen día se encontró con que su dislogia hacía gracia y se hizo pagar caro por hablar confusamente. A partir de ese día, tuvo cuanto hubiera soñado, pero la calidad de sus sueños no demuestra sino su condición de niño grande y bueno. Un psicólogo diría que en Cantinflas se expresan a la vez el subconsciente del pueblo mexicano y el subconsciente personal de Mario Moreno; aquél, porque si alguna feliz vinculación con el público justifica el éxito del personaje creado por este espontáneo artista, ésta reside en el hecho de que Cantinflas se entiende con sus interlocutores precisamente como el pueblo de México se entiende, o sea con palabras que no guardan entre sí una relación lógica y consciente, sino que son el símbolo verbal mediante el que los subconscientes de dos interlocutores se ponen en contacto y se comprenden. Y el subconsciente personal de Mario Moreno se expresa en las satisfacciones que el triunfador y bien pagado ídolo del público le procura al niño ignorado y pobre, triste y escéptico, que sobrevive y triunfa en Cantinflas. Me llevó a su casa, furiosamente nueva, con muebles rabiosamente caros y radios en todas las habitaciones, en su gran automóvil que llevaba el radio encendido. Pero no había en ello ninguna pedante ostentación. Era el niño, feliz de enseñar sus juguetes, que vive en el hombre contento de poder ofrecer a su familia comodidades que él no disfrutó. A su madre le ha hecho otra casa en que nada le falta. En la que yo visité, Cantinflas vive con su esposa y con su esposa viven su madre, su hermana, su padre, sus sobrinos —una colección de rusitos rubios que adelantan sus cabezas a la caricia de su “tío Mario”— y un chico recogido de la calle por Mario, y que le llama papá. Adora a su guapa esposa, y en aquel comedor al que llegaron a sentarse hasta nueve personas inesperadas y heterogéneas, sentí que por primera vez me encontraba frente al ambiente cautivador, irreal, humano, generoso de Vive como quieras.

Chano era la única persona de su familia a quien yo no había tratado. Es también el primer director que en ningún instante resintió mi intervención, y con el que todo el grupo de personas surtidas que tomamos parte en la filmación, marchó sobre ruedas desde el primero hasta el último día. Prevalecía en el set una armonía y un espíritu de colaboración tan raros como indispensables bajo la égida de la primera autoridad, que es allí el director, y que Chano Urueta sabía ejercer con talento dúctil, con buen humor y paciencia y, cuando era necesario, con tres o cuatro insolencias pronunciadas perfectamente a tiempo. El grave problema del lenguaje de Cantinflas, de su verbosidad irrefrenable, más bien, recibió de Chano la más feliz solución. Habituado al teatro, Cantinflas se suelta hablando frente a la cámara, y ya pueden correr 200 pies de película, que él no deja que su interlocutor lo interrumpa y lo encauce hacia el diálogo que la escena requiere. Chano frunció el ceño y recurrió a un ardid. Claro es que el diálogo que le habíamos escrito a Cantinflas era tan dislógico como el auténtico suyo, pero después de todo necesitaba llevarnos a alguna parte de la historia, y lo general era que él se desviara. La velocidad que Chano supo darle al script, y que es uno de los mayores méritos de El signo de la muerte, corría el riesgo de paralizarse en detrimento del film si se dejaba a Cantinflas decir todo lo que se le ocurría. Entonces Chano, sin decírselo a nadie, lo obligó a pronunciar en cada toma una frase inicial fija, después de dicha la cual le dejaba en libertad de improvisar cuanto quisiera, a condición de que al terminar su ad lib dijera, otra vez, una pequeña frase invariable. Nadie lo sabía, pero de esa manera, el diálogo de Cantinflas, con esas dos frases fijas —la inicial y la final— daba todo lo que la película necesitaba; si la improvisación de en medio no era excesiva, resultaba brillante, se dejaba. Si manifiestamente sobraba, las afiladas tijeras del señor Noriega la expulsarían de la secuencia sin dañar en lo mínimo, ni la actuación de Cantinflas, ni la película.

Creo, sinceramente, que en El signo de la muerte —como al fin vino a llamarse una historia congruente con su título— nos ha quedado una película muy redonda. Nuestro estricto editor, José Noriega, opina que nunca antes de ahora había lucido como en ella la actuación de Cantinflas y de Medel, que de una pareja cómica nacional, se truecan de hoy más en un team internacional. Todos los actores trabajaron a gusto —Orellana, Elenita, Perrín (tan fino, tan inusitadamente caballeroso, que al final de la filmación sorprendió a su maquillista y a su novia transitoria haciéndoles valiosos regalos), la tía Mati, Langle, Arvide, Elia D’Erzell—. Después del estricto primer corte, y de los que siguieron, no nos quedaba más problema que el de la música de fondo. Aunque no aparece un solo charro en El signo de la muerte, se trata sin embargo de una película mexicana por todos lados. Pero presenta un mexicanismo inédito en el cine nacional: el fundamental, precortesiano mexicanismo de las leyendas contenidas en los códices y en los monumentos arqueológicos. Vemos en ella, por primera vez, ídolos, pirámides —todo el rico salón de monolitos del Museo Nacional—, y nos asomamos después a los ritos aztecas que un arqueólogo raro quiere resucitar en pleno 1939. Llena de viva acción, la película necesitaba sin embargo una música descriptiva que no cualquiera podría escribir —con teponaxtles, huehuetls, caracoles—. Entonces pensamos en Silvestre Revueltas. Por muchos modos, Silvestre Revueltas es a Carlos Chávez como José Clemente Orozco es a Diego Rivera. Revueltas había escrito música para algunas películas —Vámonos con Pancho Villa, la primera, de la cual me decía el señor Noriega que era la música descriptiva más perfecta que él había escuchado grabada en película alguna—. Yo recordaba que Redes se exhibía en París más por la música de Revueltas que por el film mismo. Lo busqué, le enseñé la película, aceptó escribir su música, y estoy seguro de que con este último y fundamental enriquecimiento, la CISA —esta Metro Goldwyn Mier de Mexico— ha redondeado un triunfo más de su producción 1938-1939, que empezó tan halagadoramente con Perjura, siguió con El capitán aventurero y ahora ofrece en El signo de la muerte un nuevo ángulo de auténtico mexicanismo cinematográfico y una película de “gusto” universal —obra realizada con ganas y aptitud y con la contribución cuidadosa de lo mejor que pudimos hallar para hacerla—.

Publicado originalmente en Hoy, 23 de diciembre de 1939.
Tomado de Viajes y ensayos, II. Crónicas y artículos periodísticos (FCE, 1999).

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