Los editores que sabemos conseguir

Por LEILA GUERRIERO

En el mes de diciembre de 2010, la revista colombiana El Malpensante publicó una columna firmada por la editora chilena Andrea Palet, titulada “Brevísimo manual para jóvenes editores”. La columna era, a la vez, una clase magistral, una declaración de principios y un repaso implacable del oficio de editor. En uno de los primeros párrafos decía: “El trabajo conjunto con un autor –el corte, pulido, escarmenado y musicalización de un original, la paternidad de las ideas, la organización de un conocimiento para transmitirlo por escrito– es de una intensidad y una intimidad tales que, como los secretos de familia, se resiente al ser expuesto a la luz del día.” Releyéndola por vez número mil pensé que, si bien podrían escribirse varios volúmenes en torno a las desesperantes actitudes de nosotros, los periodistas –el exceso de ego, la pereza, el engreimiento, etcétera–, podría hacerse lo mismo en torno a las desesperantes actitudes de nosotros, los editores, e imaginé esta improbable –pero, sobre todo, incompleta– clasificación:

  • El editor épico: “Quiero que vayas y me cuentes una historia sobre la miseria humana, sobre la lucha del hombre contra la máquina, sobre la suciedad del alma y la búsqueda de la purificación.” “Pero… es una nota sobre una fábrica de lavarropas.” “No importa. Igual.”
  • El editor que no sabe lo que quiere: “Lo veo como una gran historia sobre Sao Paulo, un spaghetti western en portugués. Pero también podría ser la pequeña historia de una sola persona. ¿Y si lo hacés de todo Brasil? Conozco un tipo que vive en Recife. Labura en una ONG de chicos de la calle. ¿O era con los grupos de samba en Bahía? Vos llamalo. Seguro que te da una mano.” Lo que uno se pregunta es: ¿una mano con qué?
  • El editor que habría querido escribir el artículo: “Acá poné una metáfora. Lo que dice este personaje intercalalo con una descripción del ambiente. Sacá las esdrújulas, que no me gustan. Y las frases: que no sean tan cortas.”
  • El editor que, para todo, necesita tomarse un café con el autor: “Tu texto tiene muchas comas. ¿Tomamos un café y lo conversamos?”
  • El editor que, más que encargar una nota, encarga una teoría: “El hastío vital, ¿no? La fatiga, la frustración. El conflicto que subyace en las relaciones de hombres y mujeres.” ¿Pimpinela? ¿Te parece?” Sí, totalmente.”
  • El editor que quiere que el periodista fracase: “Antes de empezar, leé lo que escribió Tom Wolfe sobre eso. Nadie jamás va a poder escribir algo parecido. Pero, bueno…, hacé lo que puedas.”
  • El editor que escribió hace años sobre el tema y cree que el mundo no se ha movido desde entonces: “¿Por qué no hablaste con Fulano? Ah, ¿se murió? ¿Y Zutano? ¿Se mudó a Suecia? Entonces tendrías que verlo a Mengano. ¿Preso? No te puedo creer.”
  • El exagerado: “¿Esta información está chequeada?” “¿Qué información?” “Acá, donde dice En el Jardín Botánico de Buenos Aires hay cientos de gatos. ¿Estamos seguros que son cientos y no miles, hay un organismo que pueda respaldar la cifra, tenemos tres fuentes que lo avalen?
  • El bipolar: “Hola. Sí, soy yo. Te llamaba porque estuve pensando y ya no me parece tan interesante el tema que me propusiste. Sí, ya sé que te dije que sí y que estaba muy entusiasmado, pero ahora lo veo medio remanido. ¿Cómo que ya empezaste? ¿Cuándo? ¿Dos meses atrás? ¿Hace tanto tiempo que no hablamos?”
  • El dubitativo: “Me gustó tu nota, pero tiene un problema, no sé…” “¿No se entiende, no está bien escrita, no tiene información?” “No, de hecho es clara, está bien escrita, bien investigada. Pero es como si no fuera lo que yo esperaba. O a lo mejor el problema es que es exactamente lo que yo esperaba. ¿Será eso? ¿Vos qué decís?”

Y están, también, los grandes editores. Los que no hacen –nunca– ninguna de todas esas cosas. Los que te piden lo imposible, porque saben que volverás con algo mejor de lo que imaginaron, y esa idea los llena de entusiasmo y de gozo. Los que te enseñan a arrojarte, una y otra vez, jadeando como un sabueso enfermo, tras los pasos del texto perfecto aunque sepan –porque ya estuvieron ahí y volvieron para no contarlo– que es un grial que siempre quedará lejos. Te hacen sentir menos solo, pero infinitamente más aterrado (porque descubrís, con ellos, que hay muchas maneras de no hacerlo bien, y que hacerlo bien es tan difícil.) Son generosos, porque ya hicieron lo suyo (y no necesitan demostrarle nada a nadie), y nobles, porque quieren que brilles: quieren que te vaya bien. Sus palabras operan en vos como una epifanía (y por eso son cuidadosos con lo que te dicen y no trafican comentarios ofensivos disfrazados de comentarios ingeniosos), y esperan que tomes riesgos: que intentes rechinantes piruetas en el aire (mientras ellos, llenos de orgullo, te miran danzar en el círculo de fuego). Y un día –esa es su mejor marca– desaparecen. Y si hicieron bien su trabajo, pasarán los años y llegarás a creer que hiciste todo –todo– solo. Y olvidarás también lo que te hicieron: lo que te ayudaron a hacer. Andrea Palet lo escribió así: “Sé una digna sombra. La cualidad número uno del editor respetable es la capacidad de quedarse inmensamente callado. Responsabilidad, tacto, oído y un punto de vista personal son indispensables también, pero precisamente porque cuesta mucho, saber quedarse callado tiene un punto de decencia o nobleza añadido, si es que le atribuimos nobleza a la dificultad. Es duro ser una sombra, y ni siquiera eso te lo van a agradecer, pero si eres editor es porque te gustan los libros, leerlos, tocarlos, rodearte de ellos, pensarlos, crearlos: bien, esa y no otra ha de ser tu callada recompensa.”

Sé –cuando te toque– una digna sombra. Amén.

Publicado originalmente en Revista Sábado (El Mercurio),
tomado de Zona de obras (Anagrama, 2022).

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