Cómo reconocer una película porno

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Por UMBERTO ECO

No sé si habréis tenido nunca la experiencia de ver una película pornográfica. No me refiero a películas que contienen elementos de erotismo, aunque sean ultrajantes para muchos, como por ejemplo, El último tango en París. Me refiero a películas pornográficas, cuya única y verdadera finalidad es provocar el deseo del espectador, del principio al final, y de un modo que, con tal de provocar este deseo con imágenes de apareamientos variados y variables, el resto cuente menos que nada.

Muchas veces los magistrados —aquí en Italia son ellos los censores— deben decidir si una película es puramente pornográfica o si tiene valor artístico. No soy de los que consideran que el valor artístico lo absuelva todo y, a veces, obras de arte auténticas han sido más peligrosas para la fe, las costumbres, las opiniones corrientes, que obras de menor valor. Además, considero que adultos conscientes tienen el derecho de consumir material pornográfico, por lo menos a falta de cosas mejores. Pero admito que, a veces, en los tribunales se debe decidir si una película ha sido producida con la finalidad de expresar ciertos conceptos o ideales estéticos (aunque sea mediante escenas que ofenden el normal sentido del pudor) o si se ha hecho con la sola y única finalidad de excitar los instintos del espectador.

Pues bien, hay un criterio para decidir si una película es pornográfica o no, y se basa en el cálculo de los tiempos muertos. Una gran obra maestra el cine de todos los tiempos, La diligencia, se desarrolla siempre y únicamente en una diligencia. Pero sin este viaje, la película no tendría sentido. La aventura de Antonioni está hecha únicamente de tiempos muertos: la gente va, viene, habla, se pierde y se vuelve a encontrar, sin que pase nada. Pero la película quiere decirnos, precisamente, que nada sucede. Nos puede gustar o no, pero quiere decirnos exactamente eso.

Una película pornográfica, en cambio, para justificar el precio de la entrada o la compra de la cinta de vídeo, nos dice que unas personas se aparean sexualmente, hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, mujeres con perros o caballos. Y esto aún sería pasable: sólo que está llena de tiempos muertos.

Si Gilberto, para violar a Gilberta, debe ir desde la Plaza Cordusio a la Avenida de Buenos Aires, la película os muestra a Gilberto en coche, semáforo tras semáforo, realizando todo el trayecto.

Las películas pornográficas están llenas de gente que se sube al coche y conduce durante kilómetros y kilómetros, de parejas que pierden un tiempo increíble para registrarse en los hoteles, de señores que pasan minutos y minutos en ascensor antes de subir a la habitación, de muchachas que saborean diferentes licores y juguetean con camisetas y encajes antes de confesarse mutuamente que prefieren Safo a Don Juan. Para decirlo pronto y bien, en las películas pornográficas, antes de ver un sano polvo es necesario tragarse un anuncio de la concejalía de transportes.

Las razones son obvias. Una película en la que Gilberto violara siempre a Gilberta, por delante, por detrás y de lado, no sería sostenible. Ni físicamente para los actores, ni económicamente para el productor. Y no lo sería psicológicamente para el espectador: para que la transgresión tenga éxito es necesario que se perfile sobre un fondo de normalidad. Representar la normalidad es una de las cosas más difíciles para cualquiera artista, mientras que representar la desviación, el delito, el estupro, la tortura, es facilísimo.

Por lo tanto, la película pornográfica debe representar la normalidad —esencial para que pueda adquirir interés la transgresión— tal y como cada espectador la concibe. Por lo tanto, si Gilberto debe tomar el autobús e ir de A a B, se verá a Gilberto que toma el autobús y al autobús y al autobús que va de A a B.

Esto irrita, a menudo, a los espectadores, porque ellos querrían que hubiera siempre innombrables. Pero se trata de una ilusión. No soportarían una hora y media de escenas innombrables. Por lo tanto, los tiempos muertos son esenciales.

Repito, pues. Entráis en un cine. Si para ir de A a B los protagonistas tardan más de lo que desearíais, eso significa que la película es pornográfica.

En Segundo diario mínimo (Lumen, 1994).

Chesterton sobre Conan Doyle

Chesterton Sherlock

“La auténtica moraleja de la popularidad de las aventuras de Sherlock Holmes radica en la existencia de un gran descuido artístico. Hay muchas formas artísticas totalmente legítimas y casi relegadas al olvido por los buenos artistas: el relato de detectives, la farsa, los libros de aventuras, el melodrama, la canción de music hall. La verdadera maldición que pesa sobre ellas no es que se les preste demasiada atención, sino que no se les presta la suficiente; las desprecian incluso quienes las escriben. Conan Doyle triunfó merecidamente porque se tomó en serio su arte y añadió cientos de pequeñas pinceladas de conocimiento real y de auténtico pintoresquismo a la novela de detectives. Sustituyó la consabida mirada penetrante y el cuello levantado del detective convencional por una serie de rasgos, externos y pictóricos, desde luego, pero adecuados al genio lógico: rasgos como el infinito amor por la música y un egotismo abstracto y por lo tanto casi generoso. Por encima de todo, rodeó a su detective del auténtico ambiente poético londinense. Conjuró ante la imaginación una ciudad nueva y visionaria en la que cada sótano y cada callejón escondían tantas armas como las rocas y los arbustos de brezo de Roderick Dhu. Gracias a esa seriedad artística elevó al menos una de las formas populares del arte al nivel que debía ocupar.

Escribió una obra muy buena en forma popular, y descubrió que precisamente por ser buena era también popular. La gente necesita historias, y hasta entonces se había contentado con las malas con razón, porque una historia es en sí misma algo maravilloso y excelente, y más vale una mala que ninguna, igual que media barra de pan es mejor que ninguna. Pero cuando un hombre que se negaba a despreciar su arte y estaba dispuesto a realizar los sueños del público se puso a escribir relatos de detectives, la gente los prefirió a los de los autores torpes e irresponsables que se les habían ofrecido hasta aquel momento. No es ninguna deshonra que la psicología y la filosofía no hayan saciado su necesidad de la emoción por el desenlace y la fascinación por el acertijo. Eso sería tan poco razonable como reprochar al público que no quiera tener gatos como perros guardianes o utilizar sus navajas como atizadores para el fuego. La gente necesita historias de detectives, necesita las farsas y los melodramas y las canciones cómicas. Y ante cualquiera que tenga la honradez de volcar su inspiración en esas otras formas de arte se abre un camino hacia campos muy fértiles y variopintos todavía por descubrir”.

G. K. Chesterton, Cómo escribir relatos policíacos.

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Espera1Foto de JP Berman.

«Eduardo Huchín Sosa no sólo es un ensayista excepcional, sino también, como demuestra este libro divertidísimo, uno de los cronistas indispensables para el descabellado presente mexicano. Registro puntual y absolutamente fidedigno de cómo ese presente se manifiesta en el pedazo de la patria donde le tocó nacer, Campeche, este libro seguramente será un fresco memorable para sus paisanos y sus contemporáneos, pero también para cuantos, desde otros mundos, nos asomemos a ese mundo extrañísimo y caluroso del que ha salido este autor de prosa certerísima para la consignación exacta del disparate».

José Israel Carranza

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