Hacia el primer libro

No existe la lectura virgen. No hay ese primer libro que nos muestra –de golpe- el milagro de la literatura. Detrás hay decenas, quizás cientos, de sucesos que nos han conformado ya como lectores: televisión y cuentos antes de dormir, juguetes, regaños, música en el estéreo. Se llega al primer libro como se llega al primer amor: con demasiadas cosas aprendidas que necesitamos corroborar por cuenta propia. Los libros no crecen sino en escenarios propicios, de formas inesperadas, por caminos impensables, bajo cientos de pretextos.

Mi niñez no tuvo libros sino hasta los 11 años en que compré Viaje al centro de la tierra. Mis padres no terminaron la primaria y eso explica que en casa los anaqueles sólo sirvieran para almacenar rollos de tela. Sin embargo, nunca carecí de ficción. Papá y mamá confeccionaban disfraces, de modo que protagonicé todo tipo de historias con el vestuario adecuado. La creación literaria entró en mi vida a través del guardarropa. Antes de pergeñar mi primer relato ya había debutado como impostor.

En una niñez en donde ni siquiera había diccionarios, ¿cómo diablos me volví lector? Lo primero fue que no me convirtiera en un homicida. Pude haber inaugurado una vida criminal a los 7 años y posiblemente ahora sería un tipo esponjoso y despreciable, que despachara desde algún penal o una secretaría. En 1986, el año del mundial, yo era un chico pacífico que un día quiso asesinar a su hermana de 9. Ella me quitaba los juguetes y practicaba la dulce tiranía de la edad. Dado que era muy pequeño para ejercer cualquier forma de la violencia, intuí que la mejor manera era suministrarle una sustancia perniciosa. En un vaso mezclé todo líquido que encontré en el taller de costura y le eché jugo de uva a fin de disimular el color. Lo que yo no había tomado en cuenta es que el alcohol quirúrgico apesta y más cuando haz añadido aceite de máquina de coser. Mi hermana terminó tirando el brebaje al inodoro, pero no me delató. Primera lección de literatura: el lector tiene una imaginación aviesa, y una ejecución torpe, fallida por definición.

Que yo no fuera un delincuente infantil y que mi hermana tuviera un secreto con que extorsionarme provocó que la relación se volviera aún más áspera. Eso me obligó a buscar otras formas de entretenimiento. Entonces llegaron las historietas de un primo y con ellas, apareció una forma de aventura que no tenía que ver con los libros de texto de la escuela. Del mismo modo que sucede con la historia universal, los villanos marcaron la pauta de mi acercamiento a los cómics. El Hombre Araña era un pretexto para que gente perversa y con mallas entrara y saliera de Nueva York. Eran las fechorías las que hacían diferente a cada número. Lo que me llevó a una de esas lecciones que uno comprueba con La Divina Comedia: leer el Infierno es más entretenido que leer el Paraíso.

Aunque las historietas de superhéroes sean un modo común de crear la emoción lectora, mi aprendizaje de la necesidad de leer tuvo un elemento extra: las mujeres de curvas imposibles. No había yo entendido del todo los secretos de la narrativa gráfica cuando supe lo que era la lectura pornográfica. Lo mejor de las revistas que llegaban al puesto del mercado es que algunas venían rotuladas con la leyenda de que no debían ser vistas por menores. El caso es que yo era un menor y por ende, necesitaba verlas a como diera lugar. Alentado por la restricción, al poco tiempo encontré un sitio donde podía acceder a todo tipo de publicaciones prohibidas con total libertad: la peluquería.

Siempre me ha contrariado que los niños lloren durante los cortes de cabello, pero el peluquero de mi cuadra podía haberles dado motivos suficientes. Era un viejo de 72 años que había decorado su local con animales disecados y trabajaba en camisa sport. Nunca hizo nada extraordinario por mi pelo, pero definió como pocos mi conciencia de lector. Sus historietas sobre maestros, traileros, taxistas y toda una amplia gama de proletarios necesitados de sexo me tenían hipnotizado. Fue ahí donde comprendí que un cuento está narrado a contrarreloj y que debe concluirse un minuto antes que el barbero te eche talco en la nuca.

En la peluquería todo era aterrador. Una puerta daba al patio desde donde llegaban los ruidos de gallos y perros, pero la lectura me instalaba en un espacio aparte. Iba religiosamente cada mes para leer. Ahí se construyó no sólo mi educación sentimental sino mi ética lectora: leer es malversar el tiempo que deberías dedicarle a otra cosa. Lo genial es que leer junto al barbero era como leerle al ciego Borges: una suerte de edición comentada. La sabiduría brotaba de sus labios cuando había que hablar de los vínculos posibles entre las chicas de senos grandes y los verduleros de estómagos prominentes. El último día que asistí a su local, aquel viejo selló nuestra relación con una frase contundente: “El hombre vive tres etapas, escúchalo bien, hijo: en la primera no tiene que pagar para hacerlo; en la segunda, paga porque se lo hagan; en la tercera, ni pagando, lo puede ya hacer”. Así de simple, así de exacto, así de verdadero.

Para ese tiempo a mis papás les pareció buena idea comprarme seis tomos de la Enciclopedia Metódica Larousse, principalmente porque cayeron víctimas de la elocuencia de un vendedor ambulante. Las enciclopedias dan la impresión de ordenar el caos, su función es decir mucho en el menor número de páginas. De ahí que toda enciclopedia sea una ciudad sobrepoblada cuya mayor virtud es no presentar embotellamientos. Tras semanas y semanas de lectura, sumergido en el tomo III sobre literatura universal, acumulé nombres de autores, títulos, historias, pero más que eso, descubrí el placer de los indicios. En pocas palabras, me convertí en un tipo de detective que se regodeaba en las pistas, pero que no resolvía ningún caso.

Alguien que luciera como Horacio Quiroga tenía seguramente algo bueno que contar, lo mismo un libro con el título de El mundo es ancho y ajeno. Mis intereses literarios fueron conformándose a través de los gestos de un autor, la seducción de un buen título o de virtudes definitorias, como los lentes de Quevedo, las orejas de Kafka o el pelo de Samuel Beckett. Desde entonces, mi biblioteca imaginaria aún tiene una centena de gente extravagante de la que no he leído ni una sola línea.

Lo más curioso es que a los diez años no había comprado aún mi primer libro pero ya cobraba por escribir. En cuarto grado, las niñas no nos hacían caso ni a mis amigos ni a mí y huían de nosotros como si fuéramos una comunidad de leprosos. Entonces yo les propuse a mis compañeros más cercanos que les redactaría poemas de amor, a cambio de dinero y aceptaron sin rechistar. Por supuesto, ganaba poco por cada texto, pero ese trueque me dio algo más importante: la sensación de que –en alguna parte del mundo- alguien podía estar tan desesperado como para pagar por algo que yo había escrito. Bajo esta experiencia subyace la idea de que la ficción es tan necesaria que uno puede hacer de todo para obtenerla, incluso eso que más define nuestro contacto con la realidad: el desembolso. Años después, este gesto fenicio desarrollaría mi compulsión por comprar libros que nunca iba a leer y me llevaría a descubrir maravillosas novelas solamente porque estaban en la caja de saldos.

Falta un último elemento que resolvería mi gusto por los libros. Estoy hablando naturalmente de la televisión. En mi biografía no hubo amigos con una novela iniciática bajo el brazo, ni profesores ansiosos de crear un lector, no hubo papás a quienes viera leer ni visitas guiadas a la biblioteca pública. En pocas palabras no había forma de llegar a los malditos libros por los medios conocidos, pues los cuentos eran tortuosos en lo que tenían de lección de gramática y valores. Sin embargo ahí estaba la televisión para salvarme. ¿Qué me enseñó la televisión? En primer lugar a hacer algo con mi soledad. Y en segundo: a saber quién diablos era Julio Verne.

Una de las primeras caricaturas que me tuvo al borde de la silla fue Viaje al centro de la tierra. Las peripecias subterráneas del profesor Lindenbrock, quien desciende por el volcán Sneffels, de verdad tenían que apasionar a un niño de Campeche, en donde las cuevas pueden llegar a ser un escenario cotidiano. El caso es que una mañana, tras cumplir el encargo de mi madre en el supermercado, vi que en uno de los anaqueles había un libro de Viaje al centro de la tierra. Lo editaba Bruguera y las páginas de la novela estaban intercaladas por un cómic que contaba la trama. Me di cuenta que había ahí un objeto que era literatura e historieta, pero también literatura y televisión. El libro –y fue claro para mí en ese instante- tenía la ventaja de que su ficción no dependía del horario del canal, y que, por tanto, yo no estaba obligado a despertar temprano cada sábado. En fin, que quise ser lector precisamente por flojo.

Junté dinero de mis recreos y también vendí algunos poemas. En lo que ahorraba acudía al súper cada dos días a ojear los otros libros. El pasillo de libros y revistas fue mi primera biblioteca pública y paradójicamente, ahí nunca padecí las restricciones que años después sufriría en las bibliotecas de verdad. El súper tenía música ambiental, y carecía de letreros prohibitivos y señoras que te regañaran por curiosear; incluso, de repente alguna chica linda pasaba con su carrito de compras, y esa incursión de la realidad a mitad de la lectura suponía que era hora de cambiar de libro. Como los libros eran un producto más, a nadie le importaban y de ese modo, el supermercado hizo el milagro de integrar los libros a la vida, pues de niños, los libros tienden a aparecer en lugares específicamente construidos para ellos: la escuela, por ejemplo. Al poner los libros al mismo nivel de los desodorantes y las cajas de leche, el súper volvía cotidiana la necesidad de leer.

Es diciembre, si mal no recuerdo. Estoy frente a Viaje al centro de la tierra. Tengo el dinero completo para adquirirlo, gracias a dos actividades que perfeccionaría con el tiempo: escribir y no comer. Antes que un mero acto consumista, comprar se ha vuelto en ese instante una expresión de pertenencia. He hecho todo lo que ha estado en mis manos por una obra de ficción, por algo que no existe, por un puñado de letras, por un artículo que nadie me ha dicho que debería poseer. A los 11 años tomo una de esas pocas decisiones en las que no tienen nada que ver ni los padres ni los amigos. Comprar un libro porque sí, porque me da la gana, un signo quizás de madurez. Titubeo entre Verne y Stevenson, pero al final gana Julio. Es el principio de todo, el primer libro que entrará a mi casa, el momento que cambiará mi vida. Llego a la caja registradora y pago. Todo ha sido consumado. Frente a mí la chica que cobra me mira indiferente y no la culpo, pues yo mismo no soy muy consciente de lo que acaba de suceder. Así aprendo la última lección del día. A nadie le interesa lo que nos cambia un libro. Leer es una hazaña íntima.

A mí que me expliquen con títeres


Lo mejor de 31 minutos es que produce el efecto de una película porno a la inversa: lo vemos a escondidas, precisamente porque no es para adultos. Protagonizado por títeres que dan las noticias (los muñecos son reales, no es ninguna metáfora), el programa chileno se ha erigido en sus tres temporadas como una de las apuestas más inteligentes de la televisión actual. Y no sólo en el rubro infantil, hago la aclaración.

La emisión fue concebida por los periodistas Pedro Peirano y Álvaro Díaz, quienes adaptaron su conocimiento del medio para crear un noticiero que fuera atractivo para los pequeños, pero que no resultara un simple catálogo de consejos para crecer. Nada de enseñar los números, nada de dar catecismo para ser buenos. Los mismos creadores lo explican: “Nuestros personajes son más bien moralmente relativos, no son perfectos, (pero) tienen su pequeño oficio, o sea, (…) no son un modelo para los niños”.

Así nació 31 minutos, un ejercicio de subversión continua, un programa que se ha vuelto de culto para los adultos, quienes disfrutan el ingenio de sus canciones, las peripecias de sus personajes y sus sorprendentes acercamientos a la realidad.

Lo mejor de 31 minutos es que está hecho, de verdad, con tres pesos (chilenos, aclaro). Sus títeres parecen salidos de cualquier cajón de sastre o de la repisa de peluches de quien fue adolescente en los ochenta. Tulio Triviño, Juan Carlos Bodoque, Policarpo Avedaño, Mico el micófono y el superhéroe Calcetín con rombos man, entre otros personajes, tienen más que ver con un bazar de ropa usada que con un set de televisión. Sin embargo, su encanto proviene, como sucede con el ser humano, de haber cobrado vida a partir de un material tan precario.

Lo que menos quiere ser 31 minutos es un programa educativo, y eso no significa que deje de educar. Es decir, su pedagogía proviene de compartir una visión crítica sobre el mundo, una poco complaciente postura acerca de la realidad. No por nada es un programa que incluso critica a la televisión. En el video “Doggy Style” (¿en qué mente genial se concibió titular así una canción infantil?) unos perros cantan el itinerario de lo que hacen mientras su amo no está. Entre las muchas libertades que se toman dentro de la casa está el ver “la basura que dan en la televisión”.

¿Cómo evita 31 minutos la ñoñez? Con un humor que resulta incluso disfrutable para el público mayor. Los productores de otros programas infantiles cometen el pecado frecuente de creer que sus emisiones sólo serán vistas por niños, o peor aún, que nunca hay que mencionar nada que no sea entendible para los infantes. Peirano y Díaz saben que eso es mentira, que los niños saben muchísimas más cosas de las que quisieran sus padres. Al fin de al cabo ambos habitan un mismo mundo y alternan su propia biografía con la historia que le llega desde la escuela y los noticieros. Los periodistas chilenos lo explican de esta manera:

“Estamos seguros de que no es necesario que los niños comprendan todo del programa, porque a veces usamos palabras que no son aún muy conocidas por ellos, pero al ponerlas en su mundo estamos abriéndolos un poco más”. Esa declaración está sin duda emparentada con aquella memorable frase de Ludwig Wittgestein (“Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”), pero también con la idea (debida a Michael Ende) de que “cuando algo es inteligente lo es para personas de cualquier edad”.

31 minutos trata problemas actuales. En uno de sus mejores capítulos el artista extranjero Jacobo Fotonolovsky llega a la ciudad para fotografiar a cientos de títeres desnudos. El reportaje, una abierta y divertida alusión a Spencer Tunick, recoge incluso las “protestas de grupos de amargados que no tenían nada que hacer”, quienes con pancartas en mano gritan: “¡Inmoral, inmoral!” La escena del desnudamiento colectivo de guiñoles es una de las cosas más divertidas que pueden verse en televisión.

Quizás el eje más representativo de esta serie sean las canciones. Presentadas a manera de top (donde los artistas suben y bajan en el rankin), la banda sonora de 31 minutos no sólo es un despliegue de deliciosas melodías sino de las temáticas más diversas. Desde “Yo nunca me he sacado un siete” (cuya inolvidable estrofa reza: “El psicólogo dijo: dislexia, el cura: semilla del mal, los padres que soy mala junta y el rector sólo me quiere echar”) hasta “Equilibrio espiritual” (donde un quemante Freddy Turbina cuenta cómo le quitó las rueditas chicas a su bicicleta).

En este rubro tengo que apuntar a mis favoritos: “Me cortaron mal el pelo” (“ni con partidura en medio, esto no tiene remedio”), “Ring raja” (sobre la adrenalina que desata tocar un timbre y salir corriendo), “Ríe” (¿en qué otra tonada de motivación se puede escuchar la frase: “Porque en esta vida siempre vas a fracasar, jajaja”?) y “Tangananica, tangananá” (nadie sabe qué diablos significa pero es uno de los himnos del programa).

¿Esto es lo que ven ya los niños? ¡Qué bueno! 31 minutos es más crítico que muchos noticieros con gente de carne y hueso (por ejemplo, su parodia de los teletones, “el mangueratón”, es una caricatura puntual del altruismo vuelto espectáculo). Y para quien no me crea que los niños están viendo cosas más inteligentes que sus hermanos mayores o sus papás, van unos versos de la canción “Yo opino”, interpretada por “Joe Pino y sus maniacos depresivos”:

“Yo opino que si opino un pensamiento
Que me venga a la cabeza
Hago crítica social.

Yo opino que el Gobierno está en lo cierto
Y también equivocado
Dependiendo de qué lado.

Yo opino porque leo bien los diarios
Y los leo diario a diario
Para seguir opinando”.


Vaya, es tan cierto que no deja de dar risa.