Mecanismo de supervivencia

La memoria es aquello que nos tiene sin cuidado salvo cuando un recuerdo se presenta casi sin buscarlo (y uno se maravilla del «milagro de la mente») o cuando uno fracasa en acordarse de algo (y el milagro de la mente ya no lo parece tanto). Y en medio de todo eso: los registros, los calendarios, los diarios, los post-its, los reproches que terminan con un «¿recuerdas?». Las dedicatorias con las que abre El triunfo de la memoria, el primer libro de Abril Posas (Guadalajara, 1982), delimitan las dos orillas entre las que se mueven sus relatos: «Para los que, al leer, se acuerden», «Y para mi familia, que nunca me deja olvidar». En las páginas de este volumen, uno ratifica que la memoria es menos un depósito de sucesos y objetos —datos útiles, inútiles o definitorios de nuestra personalidad— y más una suerte de mecanismo de supervivencia.

En «Bitácora del olvido», los objetos asociados a un personaje ausente van desapareciendo en la realidad, a la vez que permanecen en la memoria. La narradora tiene que dejar constancia de cómo una película o un disco significativos para su vida simplemente se desvanecen del mundo real. El cuento puede verse como un retrato invertido del constante combate entre la realidad y el recuerdo, pero también como una ingeniosa representación de la nostalgia: el mundo cambia a una velocidad de vértigo y no es una buena idea intentar aferrarse a unas cuantas cosas que no podrán seguirle el paso a esas transformaciones. Aunque el pretexto en «Bitácora del olvido» es un rompimiento amoroso, el escenario donde la realidad decide olvidar por cuenta propia sobrepasa la mera desdicha sentimental.

Los relatos que mejor funcionan en este libro son aquellos donde la memoria y el olvido aparecen en forma de maniobra o malentendido; en un vínculo íntimo con las cosas, con las personas y con las acciones que nos permiten relacionar ambas. En «Vamos a necesitar más cajas», un hombre quiere deshacerse de las posesiones de su esposa fallecida un año atrás. Su hijo lo acompaña para hacer la selección de pertenencias y cada objeto le remite a una historia que poco tiene que ver con lo que recuerda el padre. El joven está convencido de que es solo un problema de memoria, pero hacia el final del cuento descubrirá que no importa qué tan exactos sean los recuerdos familiares, algún suceso que se nos escapa puede redefinir lo que pensábamos de alguien. Una tesis contraria es la de «El triunfo de la memoria», en el que un contable sin muchos atributos —Rogelio, también conocido como Roger, Roy, el Nuevo o el Alfa, qué importa— se aparece, sin que sus compañeros se lo esperen, en una celebración del trabajo. Su presencia será apenas la menor de las sorpresas de esa noche. En medio de la borrachera anuncia una decisión radical y, sin embargo, llevarla a cabo depende de qué tanto pueda acordarse.

Posas demuestra una notable capacidad para dibujar situaciones que se mueven entre lo absurdo y lo tierno, sin llegar nunca al disparate. Los personajes bordean la grisura sin ser aburridos y sus conversaciones revelan conflictos de todas magnitudes a pesar del empeño con que fingen que nada está sucediendo. No acierta tanto cuando busca en sus historias la vuelta de tuerca o el acontecimiento, atenida acaso a la idea de que las sorpresas vuelven memorable un cuento. Los propios personajes desmienten ese espejismo: desconfían de los hechos y aman, al mismo tiempo, aquellos detalles a punto de esfumarse.

Hemos asociado la calidad literaria a cierta resistencia al olvido: la historia que vuelve una y otra vez, el personaje entrañable, la trascendencia, la efeméride. Pero nunca está de más traer a cuento aquella confesión de Montaigne: «Lo que retengo es algo que ya no reconozco como de otro. No es más que el material del que se ha beneficiado mi criterio y los pensamientos e ideas de los que se ha imbuido; el autor, el lugar, las palabras y otras circunstancias los olvido de inmediato.» Esa interacción con lo que recordamos y olvidamos es la parte central de este volumen y cada cuento ensaya una variante de esa labor de la que nunca podremos decir del todo que ha sido un éxito o un fracaso. Posas describe lo traicionera, poco confiable, indomable, que puede ser la memoria. Y que no todo olvido tiene que verse como una pérdida. Y que el mero acto de recordar como pueden atestiguarlo las personas a quienes nos presentan una y otra vez en las reuniones sostiene con alfileres eso que llamamos el contrato social.

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Abril Posas
El triunfo de la memoria
Paraíso Perdido, 2017, 124 pp.

 

Publicado originalmente en Letras Libres.

La filosofía de Louis C. K.

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En la rutina «Por supuesto, pero tal vez» con que cierra su especial Oh my God, el comediante Louis C. K. recrea una lucha que con frecuencia acontece en el interior del ser humano: los pensamientos nobles vs. los pensamientos innobles. Uno quiere creer que los buenos pensamientos van a ganar, pero si uno es lo suficientemente honesto tendrá que reconocer que en realidad las fantasías perversas nunca van a abandonarnos. Estarán ahí, aunque no creamos en ellas. Louis C. K. confiesa que buenos y malos pensamientos conforman categorías específicas en su cabeza: los primeros suelen aparecer acompañados de un «por supuesto» y los segundos, de un «pero tal vez». «Por supuesto, hay que cuidar a los niños que son alérgicos a los frutos secos –ejemplifica el comediante–, por supuesto…pero tal vez, si tocar un fruto seco te mata… deberías morir.» «Por supuesto si estás luchando por tu país y te hieren o te disparan es una tragedia terrible… pero tal vez, si tomas un arma y vas a otro país y te disparan… no sea tan raro, tal vez si recibes un disparo del tipo al que tú estabas disparando, ¡es un poco tu culpa!»

Hay quien ve en el ejercicio «Por supuesto, pero tal vez» algo más que un recurso humorístico. De la gestión empresarial a las disciplinas de meditación, la lección de Louis C. K. ha encontrado las más insospechadas aplicaciones en internet. De cierto es que el especial Oh my God concluye con una reflexión sobre la humanidad, en donde se funden política, historia y moral. El comediante comienza aceptando la versión generalizada de que la esclavitud ha sido una de las peores cosas que hemos tenido (por supuesto), pero un segundo después se pregunta, ¿no será que el progreso humano depende de que nos importe más bien poco lo que sufre un determinado tipo de gente (pero tal vez)? Uno puede admirar las grandes obras arquitectónicas del pasado y preguntarse, por ejemplo, cómo los egipcios pudieron edificar pirámides tan imponentes. «Claro, coaccionaron con dolor y sufrimiento hasta que las acabaron», responde C. K. En último término, admite el comediante, podemos ser mejores personas y seguir iluminándonos con velas o transportarnos en caballos, en provecho de los menos favorecidos, o podemos dejar que alguien sufra muy lejos de nuestra vista para beneficiarnos del desarrollo a buen precio y de toda esa tecnología que nos permite dejar mensajes malvados en YouTube.

La idea es amarga, pero condensa lo que entiendo que es el centro de la comedia de Louis C. K.: hacer de la categoría «pero tal vez» una suerte de conciencia crítica para el siglo XXI. No solo a nivel de especie (como cuando admite los beneficios de estar fuera de la cadena alimenticia), sino de los problemas particulares que nos atañen a los millones que no tenemos nada asombroso que contar.

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Aunque su popularidad ha ido en aumento gracias a su serie Louie, hay algo en los monólogos de C. K. que –entre la fascinación de unos y la irritación de otros– le ha ganado la etiqueta de ser el «mejor comediante en activo». En sus espectáculos en vivo (algunos de los cuales pueden verse en YouTube: Chewed upHilariousLive at the Beacon Theater o el ya mencionado Oh my God), Louis C. K. ha logrado algo más que una secuencia de bromas sobre la vida moderna, que es particularmente lo que cualquier aspirante a cómico empieza haciendo. Hay una especie de sentido común, salpicado de malas palabras, que transita en segundos de lo escatológico a lo filosófico, de lo familiar a lo global. Una forma de liberación que supone algo más que disparar observaciones ingeniosas. En el especial Talking funny –una conversación que reunió a cuatro pesos pesados de la comedia en lengua inglesa: Jerry Seinfeld, Ricky Gervais, Chris Rock y Louis C. K.–, Seinfeld intenta contar una broma de C. K. Lo que resulta es una historia bien relatada, a la que sin embargo se le ha extraído todo el espíritu. Gervais se lo explica de este modo: «Tú lo contaste como un chiste, pero se trata de su vida. Cuando lo cuenta Louis no pienso «Esto es una broma», pienso: «Este hombre se me ha revelado».»

En una época en que los discursos autobiográficos se han convertido en la materia prima de las redes sociales, y todo mundo parece solazarse hablando de sí mismo, sorprende lo radicalmente liberadora que resulta una comedia, como la de C. K., que recurre a la propia vida para hacer chistes. Sorprende, de entrada, porque se supone que es el primer mandamiento para el Twitter y la comedia stand up: crear un personaje de uno mismo. Lo cual nos obliga a preguntarnos qué hace diferente a C. K.

Aventuro que la diferencia estriba en la forma de echar mano de la experiencia personal. Sarah Bakewell (Cómo vivir, Ariel, 2011) ha identificado en Rousseau y Montaigne dos modos diferentes de asumir la prosa autobiográfica: el primero quiso demostrar su excepcionalidad en sus Confesiones y el segundo reconocerse no muy distinto de las otras personas en sus Ensayos. Trasladada la oposición al territorio de la comedia, no resulta difícil pensar en Louis C. K. como en un hombre que –como Montaigne– ha utilizado las referencias a sí mismo para hablar a los lectores o espectadores de su propia humanidad. En ese caso, no se trata únicamente de un tipo que comparte sus problemas con la paternidad para dar sentido a un par de bromas sobre la crianza de los hijos. Se trata, en el fondo, de alguien que está tratando de congeniar la maravilla y el horror de ser padre. De mostrarte el «por supuesto» al mismo tiempo que el «pero tal vez» sea cual sea la idea preconcebida que tengas al respecto.

«Somos miserables con grandiosas vidas», ha dicho el Louis C. K. Todo un diagnóstico de nuestro tiempo. 

El ensayista que no quería citar y otras historias

1

AQUEL ENSAYISTA siempre criticó el exceso de citas textuales. Decía que si los escritores cobraran por las citas no se preocuparían por vender libros. También decía que apenas era necesario que un libro o un ensayo empezaran por un epígrafe para que él le negara incluso una lectura superficial. Por ello repudiaba las tesis universitarias, ese estero para las transcripciones, para la letra pequeña que siempre desembocaba en una referencia al pie de página. Eso pensaba este ensayista, antes de que un autoritario gobierno de derecha ordenara quemar todas las novelas, libros de cuentos, poesía y teatro de este país. Antes de que en ese mundo devastado, la literatura sólo pudiera reconstruirse a través de las citas textuales de las tesis universitarias.

2

FUE DURANTE la fiesta de un Congreso de Letras cuando un ensayista tuvo la revelación que le hizo cambiar su vida. Entre el humo de cigarrillos, discusiones semióticas y una mujer ebria que a lo lejos bailaba concluyó que de no ser por el ansia de sexo ocasional y por Juan Rulfo, no tendría nada en común con esas personas. El súbito ruido de conversaciones inconexas le hizo cuestionarse si en verdad tenía algo que platicar con ellos. La chica más atractiva de la fiesta casi lo abofeteó cuando confundió a Subirats con Saborit, pero eso no los hizo siquiera un poco enemigos. Entonces pensó que Jonathan Franzen tenía razón cuando dijo: “La primera lección que enseña la lectura es a estar solo”.

¿Cómo diablos hablar de literatura en estas circunstancias?, pensó, ¿qué hacer cuando de las 40 ponencias de un Congreso, 39 habían hablado de libros que él nunca había leído? Mientras recordaba los extensos títulos con que los estudiantes apelaban a la objetividad, pensó que después de todo ellos sí tenían un territorio en común: la teoría literaria. Ante el universo en expansión de autores y obras, de libros imprescindibles que se publicaban cada hora, siempre estaban Genette y aquel muchacho Bajtin para rescatarlos.

3

LOS TEXTOS de cierto ensayista, divertidos análisis de la realidad inmediata, le habían asegurado una singular fama de peatón inteligente. Llenos de descripciones irónicas y precisas, sus artículos conformaban una suerte de guía para perderse en la ciudad, ésa a la que él llamó “la urbe perfecta para resignarse a vivir”. Sus lectores pensaban en él como el paseante sagaz, que escudriñaba las esquinas en busca de un portento. Nada más alejado de la realidad. El flaneur es un fingidor, pensó alguna vez este ensayista que nunca supo dar instrucciones a los transeúntes perdidos y que en realidad vagaba sólo porque pasear daba el suficiente tiempo para ensimismarse.

4

¿QUÉ DECIR de un libro?, se preguntó un joven ensayista que se había titulado en Letras, sin hacer tesis. ¿Por qué la gente siempre espera que podamos decir algo después del punto final de una obra?, ¿por qué nadie acepta que a veces te quedas sin palabras, saboreando ese silencio de la última página, como si terminara un concierto y fuera tuya la única butaca? ¿Siempre habrá la necesidad de matizar la opinión, ordenar argumentos, fijar desaciertos y no simplemente disfrutar el estupor, el desgano, acumulando el necesario impulso para regresar al mundo? Qué difícil disertar sobre un libro, decía. Desde pequeños aprendimos las obligaciones de no quedarnos callados, como al final de la clase donde todos los alumnos nos golpeábamos con el codo para ver quién era el primer idiota que le preguntaba al maestro. Los libros merecen a veces tan pocos comentarios como el mundo donde es posible leerlos.

5

ALGUNA VEZ oí la historia de un ensayista que no mencionaba autores. Le parecía obsceno hacer libros sobre Marx, Rawls o Foucault, antecediendo fórmulas como “Una lectura de” o “Un acercamiento crítico a”. Le parecía deshonesto aprovechar esos nombres célebres para hacer un poco más visible el nombre propio en el estante. Siempre habrá algún tipo, decía, que buscando a Lowry nos encuentre a nosotros. Y eso le repugnaba. Le parecía todavía más obsceno que los malditos libros de análisis fueran más costosos que los libros que les habían dado origen y por mucho tiempo recomendó a sus discípulos no cometer esas indecencias. Pasaron los años y este agudo ensayista alcanzó la fama y la notoriedad en el único género donde pudo prescindir de todos los nombres: el aforismo. No ganó premio alguno, pero sí algo mucho más valioso: los elogios de sus contemporáneos, quienes hablaron maravillas de su obra dispersa pero nunca se animaron a organizarla, quizás demasiado preocupados por sus propios libros. En la agonía proclamó unas célebres palabras: “luz, más luz”, pero la muerte le impidió completar la frase: “más luz sobre mis obras”.

6

CIERTO ENSAYISTA pensaba que en un futuro no muy lejano, las editoriales sólo publicarían antologías, ese territorio natural para un género tan poco popular como el ensayo.  Después de recibir sus tres ejemplares por concepto de derechos de autor, el ensayista dijo: “El futuro está en las compilaciones; es una de esas cosas que presintieron quienes más saben de negocios: los piratas y los pornógrafos”. La falta de un libro que pudiera llamar auténticamente suyo, le incomodaba, pero no había hallado otra forma de supervivencia que aceptar cualquier invitación a ser antologado. “Antes mis estados de ánimo dependían de las mujeres; ahora dependen de los antologadores”, afirmaba en sus horas románticas. Las respuestas siempre se demoraban y las publicaciones también; de tal manera que al ensayista se le veía ansioso todo el tiempo. Incluso, cuando recibía el libro se decepcionaba de sobremanera: tanto si los demás escritores eran mejores que él, como si no lo eran. “Pertenecer a una compilación es como ser invitado a una orgía”, decía; “: no sabes quién demonios estará tu lado”. Cada antología lo ubicaba en alguna parcela de la literatura mexicana; para algunos críticos era parte de la “Generación Poetas del Psicotrópico” y para otros de los “Nonatos escritores de la República Mexicana”. Ser antologado era recibir una etiqueta; “quizás mucho mejor que andar desetiquetado por la vida”, comentó.  Pasaron los años y el ensayista nunca publicó un libro individual. “Me siento como los bajistas de las bandas de rock que transitan de disco en disco y de grupo en grupo, mientras son los otros quienes se vuelven solistas”, escribió en su diario (cuyos fragmentos aparecieron de manera póstuma en el libro “Desconocidos diaristas del sur de México”).

7

YA SE sabe que después de leer un libro, el ensayista tiene deseos incontrolables por escribir. Así lo hizo cierto ensayista, quien pensó que sería bueno enunciar los “derechos del autor de ensayos”, del mismo modo que Daniel Pennac había expuesto los del “lector común” en su libro Como una novela. Después de pensarlo un poco, enumeró unos cuantos: el derecho a tener grupies (al principio sólo permisible para los poetas); el derecho a no explicar sus propios escritos (sobre todo en los debates que seguían a las lecturas públicas, porque ¡diablos, era discípulo de Montaigne, no de Cicerón!); el derecho a no escribir sobre pedido (ese vicio que emparentaba al ensayo con las tareas escolares, algo que no sucedía con tanta frecuencia con los poemas y las narraciones); el derecho a escribir solamente ensayos (y no hacer del ensayo la actividad ancilar del poeta o del narrador); el derecho a que el ensayo sea considerado literatura incluso cuando no trate sobre literatura (un error común en las convocatorias); el derecho a hablar de un autor también en los términos de la propia ignorancia; el derecho a escribir cosas inútiles (expropiar esa potestad a la poesía y la novela) y por último, el derecho a estar equivocado. Eso había pensado este ensayista, hasta que otro ensayista (más preparado y con más libros en su haber) lo detuvo en la puerta de cierta fundación de letras. “Si quieres tener todos esos derechos, olvídate del ensayo y dedícate a los blogs”, le dijo en un tono más o menos admonitorio.

8

DESPUÉS DE escribir más de cien ensayos, alguien le preguntó a un ensayista cuál era la condición actual del ensayo. No supo qué responder. Escribía ensayos precisamente porque no sabía qué contestar en las entrevistas o en las pláticas de sobremesa; era su manera de construir una plática que no había tenido lugar. Por otra parte, no poseía la espontaneidad de los comentadores o, quizás, era que ambicionaba decir cosas para la posteridad y no sólo para la sección cultural de los periódicos. Tartamudeó una disculpa, pero ni siquiera eso satisfizo el ansia del reportero. A manera de compensación, prometió escribir un ensayo sobre el tema, pero nada salió en las dos semanas que se dio de plazo. Entonces pensó: hablar sobre el ensayo en un ensayo es como hablar sobre el amor mientras se está enamorado: quedas al final como un idiota. “Practicar el ensayo te impide definirlo”, concluyó y fue lo único que mandó a aquel diario.

9

IMAGINEN UNA sociedad donde todos fuesen ensayistas. Aldea Montaigne podría llamarse este poblado utópico de renta ilimitada. Cualquiera que llegara al pueblo se sorprendería de la calidez de sus ciudadanos: allá en la tortillería alguien piensa en la pintura moderna; acá en los silos de trigo, uno más se pregunta sobre Luis Cardoza y Aragón. El extranjero se maravillaría de la rapidez con que los pobladores hacen su trabajo y después se encierran a sus casas a escribir. “Adiós, pues”, dirían todos antes de enclaustrarse en sus cuartos y el visitante se quedaría con la mano oscilante, como quien ha sido parte de una broma que no logra entender. Los primeros meses serían de paz absoluta, en tanto los ensayistas habrían conformado una sociedad basada en la tolerancia. “Detesto tus ideas, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a que las publiques” era su mandamiento más importante, grabado en letras de oro en el centro de la plaza. No obstante, como la esencia misma del ensayo es la persuasión, todos empezaron a tramar estrategias para convencer a su vecino de que estaba equivocado. En cada vivienda de la Aldea Montaigne, en cada cuarto iluminado por la luz de una computadora, alguien buscaba argumentos para demostrar que tenía la razón. En consecuencia, todos acordaron organizar una feria para escucharse unos a otros. Desafortunadamente, eran pocos quienes en realidad prestaban atención al ensayista que en esos momentos hablaba porque en el fondo sólo creían en sus propios ensayos. La gente se fue volviendo más huraña, es decir más humana, y desconfiaron finalmente de sus colegas escritores. Una noche, en un acto pleno de vandalismo, no se sabe si estrictamente literario, el primer mandamiento de la aldea fue reducido a “Detesto tus ideas”.

10

“NO NECESITAMOS ensayistas sino críticos literarios”, le había dicho el editor de una revista al joven que pedía ser publicado. “¿Dónde termina el crítico literario y comienza el ensayista?”, le preguntó el muchacho que no resolvía aún llamarse de uno u otro modo. “Todo mundo odia al crítico y halaga al ensayista”, le contestó el editor. “Al crítico se le puede denostar; en cambio, al ensayista hay que tratarlo con cortesía.  El crítico practica el deporte extremo de tratar el presente; el ensayista trota sobre las planicies tranquilas de los autores ya consagrados, aunque regularmente desconocidos. El crítico destroza (incluso con sus elogios) a los autores actuales; el ensayista traza un panorama más claro, sobre los vestigios que dejó el crítico. El crítico siempre se equivoca; el ensayista subraya —una vez pasado el tiempo— sus equivocaciones. El crítico comienza siendo escritor y luego se frustra; el ensayista es un tipo que se vuelve escritor porque está frustrado. Por eso necesitamos más críticos, muchachos valientes, decididos y sin futuro, gente que no tenga miedo a caminar en torno al vacío”.

11

AQUEL CÉLEBRE y sexagenario ensayista, invitado a un congreso de ensayistas, había tenido diversos altercados con los jóvenes ensayistas que ya lo consideraban obsoleto. En su mesa de trabajo, después de soportar las miradas de desaprobación y los groseros bostezos de la concurrencia, sentenció: “El escritor lucha contra el tiempo”. Inexplicablemente todos los asistentes estuvieron de acuerdo en ese momento. Uno en la primera fila pensaba que la fecha caducidad del escritor provenía del último mes de su beca; otro, que el escritor siempre vive entre cierres de convocatorias; uno más pensaba que el peor plazo de un autor es la hipoteca a punto de vencer. Aquel chico recluido en el rincón fue más certero: pensó que el tiempo contra el que lucha un escritor son los ocho minutos de intervención en los congresos.