Diles que no me citen

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Si los autores cobraran por las citas textuales, no se preocuparían en vender libros. Los congresos, coloquios, encuentros, charlas y demás eventos literarios les darían las suficientes regalías para vivir con holgura. ¿Se imaginan valuar los bestsellers a través de las citas? ¿Hacer un top de popularidad de “los diez más citados”, que no necesariamente serían los diez más vendidos ni los diez más leídos? Pensémoslo por un momento: los cuatro evangelistas —uniendo los tirajes del Despertad! y el Atalaya a nivel mundial— serían un auténtico fenómeno; caramba, ¡Bajtín y el señor Freud encabezarían el top si excluyéramos a todos los libros sagrados!

Ahora pensemos en la posibilidad de que pagáramos derechos de autor por cada cita que hiciéramos. Eso reduciría enormemente las oportunidades de hacer trampa cada que la asesora de tesis nos pide por lo menos veinte páginas de avance. La medida nos obligaría a parafrasear (y por lo tanto a entender) un texto ajeno. Mejor, a confundir las palabras de un autor con nuestros propios pensamientos. (Interesante experiencia es aquella de dudar ante un plagio involuntario, al punto de no saber dónde termina el autor e inician los recursos creativos del lector).

¿Por qué estoy diciendo todo esto? Porque me parece que la crítica literaria está llegando a extremos tales de ilegibilidad que deberían existir revistas especializadas en descifrar esos estudios. Es más, debería existir un módulo en las maestrías para aprender a leer las ponencias de nuestros colegas. Venga, entienda de una vez por todas a Genette, diría el tríptico de propaganda. Sería como aprender otro idioma: un Barthés Sin Barreras. O mejor, la solución esté posiblemente en invertir el proceso: en estudiar al estudioso a través de la obra estudiada. O sea, leer Sarracine de Balzac sólo para comprender de una maldita vez S/Z.

Estoy siendo poco serio, lo sé y todavía no he interrumpido el texto para abrir comillas. Pero pensemos por un momento, ¿no sería maravilloso apartarnos un poco de las formas establecidas?, ¿optar por los lugares menos comunes a la hora de llenar cuartillas, como las preguntas, las enumeraciones o las citas? Si no existieran guías para redactar oficios, padeceríamos de incertidumbre cada fin de semestre. Si no existieran las citas, la página sería más extensa y desafiante.

Pero citar es contextualizar. Hay fragmentos que funcionan autónomamente hasta el punto de ser citables en cualquier lado. Pero insertar un fragmento es darle un sentido que no tenía, o por lo menos que no era tan obvio. El fragmento no sólo transforma al texto que escribimos sino que también es transformado por él.

Antes se podía citar para aparentar erudición, para hacer notable la cantidad de material bibliográfico que uno había cribado hasta llegar a la pepita de oro. En la era del Internet, la información se ha hecho tan accesible (o por lo menos ha aparentado esa absoluta accesibilidad) que incluso la etiqueta de erudición está al alcance de cualquiera. Lo que antiguamente era el dato perdido en la enorme y empolvada biblioteca, ahora se haya a disposición del Google. La memoria enciclopédica nunca estuvo tan amenazada, como ahora, por la tecnología.

(Para contrarrestar el desprestigio de la erudición, el progreso educativo ha creado la especialización excesiva. Ser expertos en el fragmento cuatro de “Una partida de cebollines”, aquel oscuro relato del escritor decimonónico Ramsés Sotelo y Zavala, al que acabo en este momento de inventar, nos convierte de inmediato en citables.)

Citar es introducir a un tercero en una relación privada lector-autor, lo cual se puede hacer necesaria o innecesariamente. En las conversaciones personales, cuando no tenemos nada que decir contamos lo que le sucedió a un amigo, acción comparable a cumplir un mínimo de cuartillas hablando de lo que opinan los demás. Pero usar a un tercero implica un guiño. Implica recomendar una ventana que da a otra acera. Sugerir que por aquí hay un tipo al que es necesario echarle un vistazo.

Se me dirá que cuando se escribe acerca de un autor es imposible no citarlo. Quizás. Pero lo importante es recalcar las consecuencias de hablar junto a ese autor. (Lo que puede resultar un recurso engañoso, porque una buena selección de frases de Shakespeare salvan un texto mediocre, aunque al final lo que logre sea convencernos de que Shakespeare era un genio, cosa que de todos modos ya sabíamos).

Un buen texto sobre un libro aporta una manera de leer. ¿Qué hace que nuestra lectura sea diferente a la de otra persona? La mirada, el conjunto de lecturas que le preceden, la conexión eficaz de experiencias. En conclusión: las mismas cosas que hacen un autor diferente a otro. Quizás por asociar comúnmente la lectura y la escritura, no nos hemos percatado de que los seres humanos aprendimos primero a leer que a escribir. Que leímos (signos sociales, astronómicos, naturales) antes de inventar siquiera la escritura. Que lo verdaderamente importante sucede de este lado de la página. Que escribir es leer, con la opción siempre beneficiosa de “ser los primeros”.

Citar es interconectar lecturas. (Como Borges, que encontró relaciones entre autores que nadie había visto hasta que él las señaló). Es inevitable a veces pensar en un libro mientras se lee otro. La secuencia asociativa que lleva a esta infidelidad literaria es indudablemente personal, pero tan válida que puede ser compartida. La eficacia de una cita radica en saber reproducir esa naturalidad.

Desafortunadamente, la investigación y la legibilidad parecen distanciarse con los grados de estudio. Estamos inmersos en una cultura donde hay que marcar cercos territoriales: dónde termina el espacio de tu título y comienza el del mío. Esa devoción a los límites permite rechazar un proyecto de tesis si su enfoque se aleja de lo estrictamente literario (lo que sea que eso signifique). El lineamiento (ese conjunto de “sugerencias” que nos dicen cómo citar y qué elementos ver en un libro) obstruyen otras formas de acercarnos a la literatura. Como si leer sólo siguiera una ruta marcada por el análisis estructural, el histórico, el semiótico, el psicoanalítico o el sociológico. Esto me recuerda al rezo de las mujeres mexicanas del siglo pasado antes de tener relaciones: “no lo hago por vicio ni por fornicio, sino por dar un hijo a tu santo servicio”, que equivale a decir que no se lee por placer o por entretenimiento sino para dar origen a algo tan útil como una ponencia.

Si las tesis fueran placenteras no existiría un tiempo límite de titulación. Pero no lo son, por lo menos en detalles importantes, como su lenguaje y sus requisitos de estructura. El estándar es recomendable en tanto nos ayuda a evaluar, no en tanto hace que todo parezca homogéneo. Y ese es uno de los problemas principales de los escritos sobre literatura, que parecen cumplir un mismo modelo. Ni siquiera implican tener en la mira al lector; saber provocarlo, seducirlo, meterle un autor más en la cabeza que no existía para él hasta que nosotros se lo mencionamos. Citar, como hacer antologías, es crear posibilidades con lo existente. Pero, ¿a fin de cuentas no eso es también escribir: escoger de un léxico heredado las palabras que más tengan que ver con nosotros?

Citar es discriminar. Como leer o vivir. Lo que dejamos al olvido y lo que vuelve con insistencia, porque ya nos pertenece. Fuera de eso, leer no sirve para nada. Leer no da líneas para el currículo ni puntos para la clase. ¿Quién se atrevería a poner en su hoja de vida los libros que más ha disfrutado en lugar de los diplomas que ha obtenido? Leer no deja constancias, ni comprueba una serie de cualidades que se supone debemos tener como profesionistas; y que, carajo, ni siquiera los papeles con valor curricular comprueban en realidad que tengamos.

Hay que empezar por evitar los lugares comunes. Al leer, al analizar, al citar. No olvidemos que la cita nace con la tradición crítica (los presocráticos citaban porque cuestionaban lo citado) y contextualizar un fragmento es crearlo de nuevo. “Leer un libro de otra forma” no significa “hacerlo ilegible” y peor aún, inapetente. Pienso en ciertos estudiosos como en asesinos —a sueldo— que justifican un crimen mostrando su acreditación de médicos forenses.

No hay mejor manera de fomentar el odio a los libros que decirnos la manera correcta de leer. Y convencernos de que hay maneras más o maneras menos “profesionales” de hacerlo. Los profesionales de los libros, como los profesionales del sexo, pueden ser geniales para hacernos creer que lo disfrutan realmente. Pero no. El goce auténtico está en el ejercicio de la libertad. Hay que darnos cuenta de que escribir sobre un libro es ante todo escribir por culpa de un libro. Un análisis literario nos brinda, sin lugar a dudas, opciones menos obvias de lectura, pero es una buena lectura por sí mismo. Es una invitación y un pacto. No deja de ser literatura por el hecho de tratar sobre literatura. Los buenos libros encierran una subversión silenciosa (y llevan a cometer actos poco decentes como leer una novela erótica al lado de nuestra madre, o estudiar una carrera literaria, a pesar de todo); no seamos contrarios a ese ánimo. Porque hacer una tesis de 200 páginas sobre Monterroso (aquel innegable maestro de la brevedad) es —en términos estrictamente semióticos— “mentarle la madre a Monterroso”.

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4 comentarios en “Diles que no me citen

  1. Eduardo, tus lectores no nos chupamos el dedo, todos sabemos que, aunque tu texto es reflexivo, libre y lúdico, en realidad, tu maestra te dió un beso a la salida, pues hiciste tus citas derechitas, y te puso un garabato colorado, pues le gusta tu ejecicio heu-riiiiiiiiiiistico.

  2. Irad: siempre sale a relucir el cobre.

    Karate Pig: en efecto. Es que en realidad quiero ser el favorito de la profesora, quiero en su clase quedarme y graduarme en su corazón.

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